Puede parecer extraño pensar que ambos conceptos, mediación y felicidad, están relacionados entre sí, pero si partimos de la definición que la Real Academia Española ofrece de la felicidad, como estado de grata satisfacción espiritual y física así como ausencia de inconvenientes y tropiezos, podemos afirmar que las personas que se encuentran inmersas en un conflicto y deciden someterse a un proceso de mediación, por regla general, encontrarán en el mismo un medio para recuperar la felicidad que el propio conflicto les ha arrebatado.

En el ámbito de los conflictos con base jurídica, de forma tradicional se acude al sistema judicial para solicitar una solución a los mismos. Sin cuestionar su eficacia, no podemos obviar que la justicia es cara, lenta y que la solución que impone una tercera persona ajena al conflicto, a veces carece de eficacia práctica. Con tales notas, es cada vez más común preguntarse si no existiría un medio de solución de conflictos en el que el coste emocional, del que pocas veces se habla, fuese menos elevado que el que conlleva litigar ante la justicia.

La solución está en la mediación, donde las personas en conflicto, dirigidas por un tercero neutral, se someten a un proceso voluntario, corto, asequible y que, además de facilitar la comunicación entre ellas, puede terminar en un acuerdo propio en los términos que más convengan a ambas. Un traje a medida cuya eficacia queda garantizada por la satisfacción de recuperar el bienestar perdido. Con la reciente aprobación por el Consejo de Ministros del Proyecto de Ley de Eficacia Procesal, se reconoce a la mediación como un medio para ayudar a agilizar la actividad de la justicia en términos estructurales y para alcanzar el bienestar social, valor superior de nuestro ordenamiento jurídico español, dando prioridad a la satisfacción de los ciudadanos.

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