No nos llamemos a engaño: el cara a cara celebrado entre Pablo Iglesias y Albert Rivera, con Jordi Évole de referee , no tenía como objetivo prioritario disputar el voto de los espectadores sino marcar distancias con los de siempre .

Fue como dos jóvenes gallos que depredan en la noche crápula y se lanzan a por el bellezón que se toma una copa en la barra del garito flanqueado por dos tipos con aire decadente (uno, más que el otro), y que airean sin cesar sus tarjetas platinum como máximo argumento de seducción. Van entonces los nuevos y le susurran: “¿qué hace un bombón como tú con ese par de decrépitos que hablan y se mueven como zombis?” Se lo demuestran al marcar unos pasos maravillosamente sincronizados de “Cantando bajo la lluvia”, enlazados ambos por los hombros y con unas sonrisas que hacen restallar sus blanqueados dientes y contrastan con los de los otros: amarillentos por el tabaco y la pátina parduzca que ha ido fabricando la sangre de los continuos mordiscos dados en la yugular del rival.

Fue tan notorio que hasta Iglesias reconoció entre risas que “hubo momentos en que dimos la impresión de que podíamos presentarnos juntos”. Es decir, en la misma candidatura. ¿Qué sentirían los miembros de los “Círculos” podemitas que “apatrullan” la geografía española velando por la pureza revolucionaria del movimiento callejero que nació el 15-m del 2011 al escuchar a su líder tal declaración de afectuoso colegueo con el icono de una organización, C´s, a la que tienen identificada como la concentración del más conspicuo pijerío de España? Los sofocones han tenido que ser tremendos. Y el desconcierto, inenarrable.

Para sus bases, estoy convencido de que Rivera ha apalizado por goleada al famosísimo “Coletas”. La razón es clara: el catalán ofreció su talante de siempre (suave, centrista, sin estridencias ni insensateces, jugando al posibilismo razonable). El madrileño, convencido a estas alturas de que unas generales sólo se ganan en los caladeros de la moderación, forzó, hasta quemar su junta de culata y desparramar el aceite, la amabilidad, el encanto y la donosura. Pero pienso que, eso, a sus seguidores primigenios les ha tenido que oler a cuerno quemado. Y ya se sabe lo mal que huele el cuerno quemado.

La razón última es clara: Rivera fue irreprochablemente consecuente consigo mismo (lo que habrá acrecentado los espantos arraigados en los núcleos dirigentes del PP) Por el contrario, Iglesias, de quien tenemos bien frescas sus intervenciones públicas de cuño sanguinariamente leninistas hacia la llamada clase dirigente, sus insultos verbales frecuentemente violentos hasta predicar un exterminio más que simbólico de cualquier discrepante, su compromiso de dar la vuelta al país como un calcetín, recordaba al lobo feroz enseñando una alba patita por debajo de la puerta.

¿Dónde habrá quedado, pues, la credibilidad de uno y la del otro? Mientras escribo, aún no ha aparecido –que yo sepa- más muestreo de opinión que el que a diario realiza “El Mundo” sobre un acontecimiento destacado. Llama, sin embargo, la atención que tales sondeos raras veces superan los veinte mil participantes, mientras que en esta ocasión ha rozado los ¡casi setenta mil (70.000)! Que se dice pronto.

Veredicto a la pregunta “¿Quién le ha parecido más convincente?”: 81%, Rivera; 19%, Iglesias. Creo que para el Robespierre mesetario reconvertido en cortesano Voltaire -o impregnado del almíbar empalagoso de ZP- la transmisión de su aguado duelo ha sido como hacer un pan con unas hostias. Es probable que le sirva para bajar otro punto o punto y medio en las previsiones de la víspera. Para el seductor del nuevo centro-derecha, por el contrario, me da que subirá entre uno y dos puntitos.

La reacción mediática ha sido insólitamente entusiasta por lo civilizado de ese remedo de duelo dialéctico. ¡Qué modos tan distintos los mostrados por ambos cabezas de huevo de los partidos emergentes al compararlos con los usuales entre Rajoy y Sánchez, broncos, insultantes, sin pizca de respeto ni reconocimiento, aunque fuese con la boca pequeña, de una insignificante cosa bien hecha! Una diferencia equivalente –parecen haber concluido muchos- a la de un rutilante día estival en que nos mece el cercano murmullo de un mar azul y los rayos y centellas que ofrecen las tempestuosas noches que tanto gustaba cantar en sus poemas a Heine.

Llegado aquí, y como lírica síntesis del encuentro que nos llegó por las pantallas, no me resisto a citar aquella estrofa del último poeta romántico en su oda “Al Mar del Norte”, cuando relata el retozar de una linda breca que aquí identifico con Iglesias:

Brilla sobre las ondas,

calienta al sol su cabecita dorada

y agita alegre el agua con su cola.

Entretanto, la anhelante gaviota,

cae rauda desde el viento sobre el pez,

y en el pico, con la presa palpitante,

alegre se remonta hasta los cielos.

No les cuento con quien asimilo a la gaviota.

Me da en la nariz que el otrora caudillo de la ciudadanía alzada habrá tenido que escuchar por sus pares de las diferentes comunidades, el domingo y días sucesivos, de todo menos bonito en cuanto concluyó su show de Truman. ¡No quiero ni imaginar lo que habrá pensado, y hasta quizá le haya dicho, Juan Carlos Monedero, a quien pocos días antes le había pedido que se lanzara a revitalizar esos Círculos nacidos al socaire de la revancha de clase! Suena más que posible que le haya exigido que entierre en el núcleo incandescente del planeta el guante blanco exhibido, o que sea él quien dé la cara en los sóviets locales para levantarles la moral.

Estoy convencido de que ese mentado domingo fue el suspiro postrero de las florituras de salón entre esta pareja de renovadores de la política. No por parte de Rivera, off course, a quien le va de cine esa actitud sensata porque el centro es precisamente su hábitat natural. Pero si el evento se repite, sea donde sea y haya o no moderador, Iglesias regresará a su lenguaje de rayos y centellas, la articulada albaceteña relucirá otra vez en su mano buscando un gaznate que rebanar y asistiremos al entierro de los dengues y los merengues, como se hace con la sardina para certificar la muerte del Carnaval.

Iglesias ya sabrá, sin sombra de duda, que entre los amantes de las buenas maneras no se encuentran sus caladeros. Y que en nuevos choques no se tratará de vender un perfil modélico ni de persuadir al burgués de que un rojo no tiene por qué moverse por ahí con un cuchillo en los dientes. Su gente –pregúntenle a la coherente Teresa Rodríguez- sí quiere ver ese cuchillo en acción.

En esa hora, ya estarán en juego los votos. Y le pillarán en cuarto menguante.

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