Querría no tener que escribir estas líneas, de verdad que me gustaría evitarlo. No soy quién para decidir en qué emplean su tiempo los demás. Que a mí no me gusten las corridas de toros debe ser excluido de la ecuación, pues cada cual se divierte como le da la gana, y torturar animales o coleccionar sellos son aficiones muy válidas.

Pero ese no es el tema.

La necedad de cualquier tipo es requisito sine qua non para figurar en este recuento semanal, no las preferencias personales. Que Fran Rivera sea torero, aparejador o sexador de pollos es completamente irrelevante. No tengo motivo alguno de animadversión contra él, más allá de su liberal uso del espacio antes de la coma o de las haches en su cuenta de Twitter. Fanáticos de la gramática y de la ortografía, absténganse de entrar en ella.

Si me apuran, tampoco tengo nada contra que Fran Rivera toree con su hija en las manos para inculcarle valores y tradiciones. No me cabe duda de que, a sus cinco meses, Peppa Pig se le debe quedar corta y necesitará emociones fuertes, así como conceptos y enseñanzas más sólidos que los habituales «provechito, provechito» y «mami te quiere», que es lo que le transmitía yo a mi hija a esa edad. Desconozco cuáles son los valores y tradiciones que necesitan los bebés de las personas que ejercen su profesión con el paquete ajustado bien visible. Yo solo soy un humilde escritor de clase media, y lo que hacen los guardianes de las esencias de la españolidad, se me escapa.

Pero es cierto, y no lean asomo de ironía aquí, que Fran Rivera tampoco hizo nada para que se le echase España encima. ¿A quién no se le ha caído un niño del carro de la compra de Alcampo? A mí se me han caído los dos, con tres años de diferencia, y ambos por la misma e idéntica irresponsabilidad de no atarlos bien. Los dos de cabeza al suelo, y en ambas ocasiones me sentí como un gilipollas, un mal padre y una horrible persona, además de pasar un miedo de muerte. A ninguno le pasó nada más allá del susto que nos llevamos todos.

Entiendo, por tanto, a Fran Rivera. No era para tanto, solo una estupidez de esas muchas que todos los padres, que queremos mucho a nuestros hijos, cometemos de vez en cuando.

La prudencia aconsejaba no subir la foto de la tontería, equivalente a que yo hubiese subido la foto de mis hijos sin atar al carro de la compra en Alcampo, explicando que les estaba educando en los valores del liberalismo, el libre mercado, el consumismo y el valerse por sí mismos. Cuando una persona tiene una relevancia pública, está sometido al choteo y a la mofa. Si uno hace el tonto y se lo recriminan, el camino del sabio aconseja cerrar la boca, apagar el Twitter durante dos días y volver cuando todo el populacho del «vertedero de la inteligencia» se haya ensañado con el siguiente primo.

Pero ay, el camino del necio.

El camino del necio (léase, marcarse un Cayetana) consiste en defender hasta la muerte la tontería y acusar pertinaz al empedrado, al obispo de Roma y sobre todo, a Twitter. Consiste en decir, como Fran Rivera, que está «orgullosísimo de lo que ha hecho». No ha dudado en señalar, así mismo, que «corre mucho más peligro mi hija cuando la llevo en la mochila, por si me tropiezo, que si toreo con ella en brazos». 

Aparte de dudar mucho de que alguien que pueda tropezarse por la calle deba sostener bebés en brazos sin correa alguna con una sola mano mientras a su lado embiste una becerra de 120 kilos, lo realmente merecedor de su calificación de necio de la semana viene en la siguiente frase:

«Esto ha sido un ataque brutal al toreo«.

No le falta razón a Fran Rivera. Él, que es el torero más grande de todos los tiempos, que jamás ha estado en boca de nadie por nada que no sea su actividad profesional –tener un blog en ‘Hola’ es un accidente–, puede decir sin ambages ni pudor alguno que cualquier ataque a una parte de su vida o a una irresponsabilidad personal que haya podido cometer es un ataque al toreo en general. No sientan, por favor, la necesidad de creer que un capote capaz de torear el ego de Fran Rivera serviría de vela para la Pinta, la Niña y la Santa María.

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