Una de las polémicas habituales de cada nuevos Juegos Olímpicos es que muchos periodistas recuerdan, simultaneamente, que existe el vóley-playa, especialmente tras imágenes tan impactantes como las que se pudieron ver en el reciente partido de esta disciplina entre Alemania y Egipto.

Aunque la visión predominante ha sido la de enfrentar culturas liberales contra conservadoras, no ha faltado quien ha hablado de aprovechar la polémica para criticar el «machismo a ambos lados de la red», lo cual no deja de ser sorprendente.

Me choca, precisamente, porque la idea de que el contrapunto para una atleta abrigada como para hacer montañismo bajo un calor sofocante en Brasil en un deporte que se juega en la arena deba ser, para algunos y por motivos distintos, ¡tapar también más piel!

Ésta era una actitud comprensible cuando, en 1999, se impuso una regulación para los bikinis de las jugadoras de esta disciplina que forzaba a llevar atuendos diminutos, lo que me parece una práctica tan deleznable como forzar la minifalda en unas oficinas o la antigua imposición de la falda en El Corte Inglés (este año celebramos una década desde que dejó de ser obligatoria).

Sin embargo, si bien es cierto que el bikini es la vestimenta oficial preferida por la Federación Internacional de Voléibol (FIBV), el reglamento de la organización fija no una, sino tres alternativas oficiales al bikini si «por razones religiosas y/o culturales» la atleta lo prefiere. Variantes sin mangas, de manga corta o de manga larga aparecen recogidas en la normativa oficial. Nótese que «motivos culturales» viene a querer decir «por lo que a mí me dé la santa gana». Y el bikini sigue siendo predominante para muchas de las atletas.

Personalmente, encuentro paradójicas varias cosas. La primera es que haya gente que diga que no es un equipamiento práctico para el deporte. He leído varias entrevistas con deportistas de esta práctica y muchas coinciden en que, para ellas, es la mejor combinación posible para jugar en la arena y con elevadas temperaturas.

Además, insisten en un punto clave: la sexualización está en los ojos de quien mira. ¿Nadie se ha fijado en que muchas atletas, como saltadoras de pértiga, llevan conjuntos perfectamente homologables a los de jugadoras de vóley-playa?

Los Juegos Olímpicos son la exaltación de lo que un cuerpo humano puede hacer, así que nos encontramos en casi cada secuencia con magníficos ejemplares de hombres y mujeres en casi cada disciplina, lo que lleva a muchas webs a elegir a «los macizos» o los «bellezones» de la competición.

¿Están ahí esos atletas para ser percibidos como iconos sexuales? Bastante tienen en la cabeza con lo suyo, pero en una sociedad que valora los cuerpos bien esculpidos parece bastante razonable que haya quien intente sexualizar cosas muy poco sexuales, del mismo modo que una foto robada en un yate puede convertir en susceptible de evaluación erótica una situación que no tenía, per se, nada que pudiera llevar al calentón. Tiene más que ver con la descontextualización que con el machismo propiamente dicho.

¿Y a quién corresponde esa descontextualización? En este caso, a los medios de comunicación. Un estudio de 2004 reveló que en las retransmiciones de vóley-playa se percibía un notable esfuerzo de los cámaras en buscar pechote y culete siempre que podían. Ésa es, para mí, la gran diferencia de lo que sucede con los bikinis de las saltadoras de pértiga: esta disciplina suele grabarse con bastante sobriedad.

Un caso excepcional fue el de Allison Stokke, la saltadora de pértiga que saltó a la fama por una foto casual cuando practicaba deporte universitario y que en una entrevista reciente ha hablado con mucha claridad sobre la diferencia de percepción entre quien mira una bella mujer preparándose para realizar una proeza deportiva con respeto y quien lo hace con lascivia. Entre la atención buscada y la obtenida.

Quien mire a esforzados atletas de cualquier sexo como un caramelo para la vista lo hace con el mismo criterio que el obrero de la construcción piropeando a una guapa moza (o a Titus Andromedon). Reconocer la belleza es natural. Gritar, enfocar la cámara de forma grosera o publicar artículos sobre «los culos olímpicos más respingones» es, simplemente, soez.

Imagen | Reuters

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