El viajero militante no viaja al Sáhara en verano, o al Ártico durante el crudo invierno. Este personaje -que todos llevamos dentro- busca destinos, retos, obstáculos por superar o aventuras sin fin para su currículo; nunca aspira a coleccionar sellos para su pasaporte. No lo encontramos al expresado viajero preparado para sus aventuras en aeropuertos, hoteles-hormiguero, playas o montañas rodeado de turistas convencionales. Estamos ante una forma de viajar acariciando objetivos hasta alcanzar finalmente la presa. Una oportunidad para tal experiencia se encuentra en la desmembración del imperio soviético desde la caída del muro berlinés en 1989. El Kremlim lo ocultó al mundo. Kirguistán, en Asia Central, ronda a ese explorador de mundos recónditos. Este pequeño país de casi seis millones de habitantes, mayoritariamente niños y jóvenes, se extiende sobre casi 200.000 kilómetros cuadrados. Es montañoso, no tiene salida al mar y se sitúa al noroeste de China, con quien tiene la más extensa frontera junto a Tayikistán, Kazajistán y Uzbekistán.
La capital actual del país se llama Biskek; los soviéticos la construyeron como Frunza. Asentaron ahí un pueblo nómada que plantaba cereales y frutas o pastoreaba en valles, montañas y praderas de ensueño. Los kirguises son mayoría (70%) y de origen turco. Hablan su propio idioma y el ruso; solo unos pocos, relacionados al turismo, dominan el inglés o alemán. Son de mayoría islámica sunita aunque los colonos rusos son fieles a la ortodoxia católica. Otras minorías en Kirguistán son rusa (9%), uzbeka (14%), uigur (1%), tayikos y kazajos (3%), más otros grupos étnicos diferentes. A los kirguises les ampara una Constitución desde 1993, donde se declara una república laica que preside Almazbek Atambayev. Él mismo sucedió al líder revolucionario que derribó, en 2010, una impopular tiranía. La pobreza y corrupción presiden la vida kirguís. Contrasta con la prosperidad de sus vecinos chinos, uzbekos y kazajos, éstos últimos gracias a reservas petrolíferas. El dato no desiste en la visita de un país que merece ser profundizado. La idea es acercarse a los paraísos perdidos que ansía el viajero nato.
Para el español, o latinoamericano, informarse a priori sobre Kirguistán es tarea titánica. Hay poca información en la red, tampoco guías publicadas en el idioma de Cervantes; el Reino de España carece hasta de representación diplomática. Apenas se entresaca que no precisamos visado (los latinoamericanos deben pagar 30 dólares por plantar un pie en el país). En algunos foros se ponderan las excelencias para experimentar la vida en yurta, la adrenalina del rafting o el vértigo de los 8.000 que orillan el Himalaya al sur kirguís. Leyendas sobre la encarnación del héroe patrio Manas, Gengis Kan o las hazañas de Atila se asocian a un país que extrema alertas sobre las emociones que depara. Llegar al Kirguistán tiene pocas opciones fuera de volar hasta Biskek.
Hay aerolíneas rusas, ucranianas, uzbekas, kazajas que tienen frecuencias con la capital kirguís, pero es Turkish la aerolínea que tiene más vuelos diarios con Estambul. La metrópolis turca a su vez está excelentemente conectada con las principales capitales españolas (Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga, Bilbao y Santiago). Dicha compañía tiene flota moderna, buenos precios y la excelencia a bordo de pilotos y tripulación. Más discutible es su gestión de equipajes y el relativo criterio para cobrar exceso de peso o volumen de los bultos por facturar. Los afectados, especialmente ciclistas, montañeros y profesionales dependen de la providencia para recuperar sus equipajes más veces que menos. A cambio, solventa cualquier incidencia con profesionalidad, todo debe decirse. Una vez en Biskek empieza la aventura. El aeropuerto de Manas arrastra el sello soviético. Los aduaneros gastan gorras de amplio plato y son burócratas. Raramente hablan idiomas ajenos al kirguís o ruso. Una nube de taxistas y buscavidas merodea al viajero intentado llevarle a la capital por pocos euros al cambio. Todo es barato en Kirguistán si se cuida el bolsillo. Amplias avenidas, líneas infinitas arboladas y casas a medio hacer o abandonadas acompañan al viajero hasta el runrún capitalino que despierta a Biskek. Los vuelos que llevan al viajero de occidente entran y salen de madrugada. Los hoteles en la capital son baratos para el bolsillo europeo. No tienen término medio, pues hay hotelazos con precios occidentales.
Predominan el equivalente a hostales, hotelitos y casas de huéspedes (gest houses) sobre hoteles de cadena extrajera o los que sobreviven al esplendor soviético, estos últimos cercanos a actuales ministerios, embajadas, avenidas y plazas donde brilló la estrella roja. La actual capital kirguís no tiene más de un día de visita. La iconografía que regaló Moscú hasta 1991, año de la independencia, patentiza el afán por industrializar sus colonias asiáticas y por asentar en casas a pastores que trasladan sus yurtas al pasto más fresco. El monumento a la revolución del 2010, a la bandera nacional (roja centrada en sol que encierra la cúpula de una yurta), encarnación de Manas y avenida Chui giran sobre el centro capitalino. Almacenes Tsum, con tiendas que venden imitaciones de marcas con más o menos fortuna o artesanía, son recomendables. Obtener la moneda patria (Com, traducido por Som) es mejor fuera de bancos donde fluctúa más la divisa paneuropea. Por un euro suelen cambiarse 70 ‘som’, que dan para una cerveza, medio menú o un trayecto en taxi de tres kilómetros. El dinero local vale más, hace más rico al viajero. En general Biskek tiene poca vida, carece de aceras y avisa de lo que le espera al viajero en un país que duerme en el letargo del subdesarrollo. Pero Kirguistán en su capital advierte que estamos ante un pueblo joven, con gastronomía excelente, cultura de mosaico y que pregunta al foráneo si le gusta el país con una sonrisa. El viajero, entonces, sabe que no equivocó sus pasos. Las yurtas serán su próximo hogar.
Viajar al paraíso provisional
Yurta es un vocablo que rechina en la mente del viajero. No es una jaima, árabe, ni un tippi hinuit, ni una tienda de campaña montañera. El hogar del nómada kirguís es una estructura de palos rojos entrelazados colmatada por cubierta de pieles que confluyen en pares de varas. Estos nexos constituyen el símbolo patrio que preside la bandera kirguís. Junto al equino, la yurta es el país en sí. En un país de montañas que parten de los miles de metros hay otros miles más de campos de yurtas donde el viajero debe imperiosamente dormir para experimentar el nuevo hogar. Los kirguises viven, ahora, en yurtas sólo en verano. Los soviéticos les hicieron casas y bloques-hormigueros que se conservan destartalados hoy. Las yurtas se acompañan de prados, valles, montañas y lugares de postal. Junto a ellas hay familias que muestran con orgullo su recomendable maridaje con la naturaleza que tanto ansía el urbanita europeo y sobre el que tanto se cacarea refiriéndonos al manido concepto de la calidad de vida. El caballo para el kirguís es parte de la familia, al igual que el ganado (ovejas, cabras, vacas…), que regala una gastronomía de nota. Los lagos del Kirguistán apenas dan pescado. El que se come, desecado, y se oferta en carreteras viene de países vecinos. La verdura, fruta, cereales y pastelería kirguisa son sabrosas hasta el éxtasis. Dormir de yurta en yurta una o dos semanas es una experiencia gratificante porque nos recuerda cómo viven nuestros anfitriones y nos asoma a la naturaleza viva en unos paisajes irrepetibles. La inmensidad de las montañas, las crestas nevadas y los torrentes de agua blanquecina emocionan al viajero hasta concluir que la felicidad está cerca de tales emociones únicas. Lo afable del kirguís hace el resto. Ellos aprecian la visita. Piden verse en la cámara cuando se les retrata previo permiso. La belleza de cabalgar, la de la mujer kirguisa y sus buenas vibraciones van parejas a un folclore que navega entre el verso largo y sostenido, historias cotidianas y leyendas del amor universal. Llegados a este punto surge un nombre.
Chinguiz Aitmatov es cita obligada. El fallecido escritor y diplomático es una gloria kirguisa; como un prócer para los latinoamericanos. Vivió su clímax bajo el paraguas soviético, pero su prosa trascendió fronteras y tiempos porque captó el alma kirguís conectándola con animales, personas y costumbres locales. En ‘Yamila’, por ejemplo, articula una historia rural de amor con inesperado final. Otras obras reflejan la frescura y naturalidad de un pueblo noble, sabio y que aprecia lo esencial para sobrellevar nuestros días terrenales.
Rutas y destinos
La vida en yurta cambia las dimensiones del viajero que acaba quedándose en el campo más conectado con su espíritu de hogar. A miles de kilómetros de la vieja Europa, desde la yurta se perciben sueños que jamás parecía albergábamos en el espacio onírico más durmiente. Pero el viaje también es realidad. Los formatos en Kirguistán admiten todo. Los ciclistas encuentran pistas y rutas increíbles, los montañeros tienen demasiado material sobre su mochila y piolet. El trekking tiene trayectos inimaginables. Los que prefieren cabalgar sobre caballos -más menudos que los europeos o árabes- tienen sobrado no cansarse de descubrir paisajes y empatías con el equino. Las carreteras kirguisas están a medio hacer, raramente son asfaltadas. Nos dan tumbos hasta el destino que una agencia debe amparar. No conviene viajar hasta Kirguistán sin contactos previos. Contratar una ruta es recomendable dado que la infraestructura turística es mejorable. Los más espabilados cobran en euros y pagan miserias, en moneda local, a guías, intérpretes, conductores, dueños de yurtas u otros proveedores.
Además de Biskek es recomendable rodear el Lago Issyk Kul. Cholpon Ata es el balneario donde veranea el presidente y los nuevos ricos kazajos. El ‘resort’ reparte hoteles, residencias, discotecas y restaurantes que hacen las delicias de los veraneantes. Hay un museo local y otro espacio de 22 hectáreas donde hay jeroglifos sobre roca procedente de un glaciar. El país apenas alberga monumentos, o restos del pasado más allá de este recinto, la torre de Burana (situada en el Valle del Chui, al norte kirguís). Hasta el más pequeño pueblito kirguís alberga nuevas mezquitas y cementerios sin vallas mirando poblaciones enfilando la Meca donde las caras de los fallecidos esculpen las lápidas. Issyk Kul, el lago de montaña más grande del mundo tras el Titicaca boliviano, es una delicia. Bañarse en sus aguas medio salobres y cristalinas alisa la piel, el pelo y enriquece las defensas de la dermis. Deben extremarse precauciones, no obstante, por la profundidad de sus aguas y la inexistencia de servicios de emergencia ante ahogamientos, accidentes, heridos, etc. Karakol es la meca de montañeros. Está al sur del lago. Allí pululan con sus mochilas y parafernalia. Sus pocas calles y escasos atractivos la hacen apenas una base para la escalada. La ruta de la seda pasa por el lugar y prosigue en línea ascendente hasta Samarkanda (Uzbekistán). Osh es otro punto recomendable para el viajero. Es la segunda capital kirguisa en población y registra notable influencia uzbeka, pues es casi frontera con el rico vecino. Se sitúa en el valle de Fergana al sur del país y se considera su antigüedad en unos 3.000 años. Es recomendable visitar su nutrido bazar, que hereda una etapa de la Gran Ruta de la Seda procedente de China. No lejos de Osh está el monte Suleyman, que es patrimonio de la humanidad y centra un museo en la capital. Nuestro viaje a esta parte de Asia no da para mucho más. Otros lugares más recónditos son de difícil acceso. Decíamos que las carreteras raramente están asfaltadas. Pues bien, las líneas ferroviarias solamente cruzan el norte kirguís y son lentas aunque baratas para los pasajeros. Lo ideal para moverse por el país son taxis y minibuses. El transporte público es una quimera a los ojos occidentales. El internacional idioma de la mímica ayuda a encontrar hotel, comer, solventar cualquier incidencia. La nobleza kirguís pone lo demás. El país que defendió Manas y relató Aitmatov nos deja buen sabor de boca. Difícil de olvidar la experiencia.