La Fórmula 1, que arranca este fin de semana en Australia, no siempre ha sido una práctica segura. Al contrario, decenas de pilotos se dejaron la vida en una competición que sólo pensó en ellos con la llegada de la televisión.

Al entrar en la curva era un coche amarillo; al salir, un reguero de piezas en medio de una nube. Sucedió hace exactamente 20 años en Albert Park (Melbourne), escenario este fin de semana del Gran Premio de Australia, con el que suele echar a rodar el Mundial de Fórmula 1. Al volante estaba Martin Brundle y todos pensaron que no lo podría contar. Pero se levantó sin un rasguño y hasta completó la carrera, dando gracias al progreso: “Hace años, me habría matado, sin duda”.

El accidente de Brundle es el punto de partida de One, un documental estrenado en 2013 que narra -por boca del actor Michael Fassbender- la historia de esta competición a partir de las grandes tragedias de su historia, inconcebibles para un aficionado del siglo XXI pero no tan lejanas.

La muerte de Lorenzo Bandini en el GP de Mónaco de 1967 fue el primer gran hito luctuoso que puso de relieve que los circuitos apenas habían evolucionado desde antes de la II Guerra Mundial a pesar de que los coches era ya mucho más grandes y rápidos que entonces. La conmoción fue mayor con la muerte de Jim Clark, dos veces campeón del mundo: “Si Jimmy había muerto, nos podía pasar a cualquiera”, recuerda en la película el tricampeón Jackie Stewart, el gran adalid histórico de esta causa desde la muerte de François Cevert.

En 1968, el año del accidente de Clark, la Fórmula 1 salió casi a un muerto por semana. Cuando los pilotos reclamaban seguridad, la FIA se limitaba tirar de cinismo y decirles que estaba en su mano: bastaba acelerar menos. Pero sucedía todo lo contrario: la introducción de elementos aerodinámicos a finales de los sesenta incrementó la velocidad en curva y, por tanto, el peligro. El austriaco Jochen Rindt murió en los entrenamientos del GP de Italia por dos motivos: prescindir de los alerones que tan poco le gustaban (en un bólido que no había sido probado sin ellos) y ser trasladado al hospital equivocado, según declaró su manager, entonces un tal Bernie Ecclestone. Eran los años en los que el equipo Lotus de Colin Chapman revolucionó el gran circo con sus apuestas innovadoras, en materiales o con el efecto suelo.

Con atención médica adecuada, Rindt no se habría convertido semanas después en el único campeón póstumo en 65 años de competición. Los avances fueron muy lentos. Para la historia quedó el gesto de Niki Lauda cuando, en lucha con James Hunt por el título de 1976 (que ganó éste último), se bajó del coche por miedo a un accidente en Fuji durante la primera carrera televisada para todo el mundo. Lo nunca visto, antes ni después. En One, Lauda sostiene que nunca se ha arrepentido de aquella decisión, motivada seguramente por el accidente que unos meses antes le quemó buena parte del cuerpo en una carrera cuya disputa había intentado frenar. Lo normal en aquellos accidentes era que el combustible se desparramara en los choques y convirtiera las carrocerías en bolas de fuego rodantes. Fue el caso de Roger Williamson, cuya muerte en 1973 presenció con 11 años Koen Vergeer. Este escritor neerlandés, autor del libro Fórmula 1 Fanatic, quedó “aterrorizado pero fascinado”. La lista fue demasiado larga: Bruce McLaren, Peter Revson, Helmut Koinnig, Gilles Villeneuve…

Las verdaderas mejoras en seguridad y la voluntad de acometerlas llegaron cuando la Fórmula 1, de la mano de la ciencia (y el dinero), se convirtió en un fenómeno televisivo. Los espectadores no querían sentarse a ver una carrera y encontrarse muertes. Las de Roland Ratzenberger y Ayrton Senna en un mismo fin de semana de 1994 fueron las últimas hasta la de Jules Bianchi, fallecido en julio del año pasado tras nueve meses en coma por un choque brutal contra una grúa en el GP de Japón. Un accidente en el pleno sentido del término. En cualquier caso, la emoción que se desata ahora con cada semáforo en verde tiene poco que ver con el sentimiento con el que creció Koen Vergeer hace ya medio siglo: “Al empezar cada temporada, sabías que uno o dos de tus héroes iban a morir”.

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