Es difícil de entender, pero es que a algunos nos puede el barrio. Y ésta, que parecía que iba a ser una historia de fútbol, resultó ser una historia de barrio. Y una historia de la vida (al menos de la mía).

Sobre el fútbol pesa el estereotipo bobo -alimentado por mucho pedante y mucho encantado de conocerse- de que es sólo cosa de catetos. Que sí, que son 22 tipos en calzoncillos tras un balón, que es el nuevo opio del pueblo, el pan, el circo… y tal. Muchas gracias, lo sabemos, no insistan. Y de un tiempo a esta parte también triunfa una idea, probablemente igual de boba, igual de pedante, que es la de dar un barniz de intelectualidad a todo lo que huela a fútbol. Bueno, a casi todo, porque hay algunos casos irrecuperables.

Sobre fútbol, aunque parezca increíble por lo que se ve en los diarios, también se puede hacer periodismo de calidad (que dios guarde muchos años a las revistas Líbero y Panenka). Y sobre fútbol también se han escrito grandes libros (sobre algunos ya ha escrito aquí el gran Miguel Gutiérrez). Pero a veces uno se acerca a un libro con la idea de que es de fútbol y enseguida se da cuenta de que es otra cosa. Pero en vez de llevarse un chasco, se queda convencido de haberse dado de bruces con algo más grande (aún más grande, me refiero).

Y ésta parecía que era una historia de fútbol. Pero resultó ser una historia de barrio, de barrio pobre, de barrio combativo. De Vallecas. Y también una historia política, de rojos con solera, de rojos que lo son de familia y porque el barrio casi se lo pide. Y lo que parecía que era un libro sobre el Rayo Vallecano (que también, no se preocupen los forofos) es todo un alarde de vallecanidad misma.

Un alarde del que es responsable Quique Peinado, que algunos le conocerán por lo cañero que es en Twitter, otros por haber publicado otro libro que ha tenido predicamento entre la progresía balompédica (Futbolistas de izquierdas, Léeme Libros) y, los más, por ser el tipo desgarbado y gafapasta que se sienta en la tele cada día al lado de la Pedroche. Y el alarde es ¡A las armas! (Libros del KO, en su Colección Hooligans Ilustrados, que es la mejor muestra de que el fútbol no es sólo para catetos y que es mejor que tampoco sea sólo para pedantes).

Peinado, como ya hizo su padre, respeta la Santísima Trinidad de la vallecanidad: rayista, de izquierdas y aficionado al boxeo. Porque a él, eso cree, todo esto le viene de familia y por haberse criado en el Pueblo de Vallecas. Y, por eso, construye la historia vallecana de su familia: de su abuelo fusilado tras la Guerra Civil a su hijo, casi un bebé al que le tiene reservado (el nene aún no lo sabe) un futuro como rayista. Y, entretanto, no oculta (ni presume) una adolescencia en que por las calles del barrio había demasiados yonquis y demasiado ratero de mediopelo. Demasiada miseria de todo tipo.

El Rayo es un club de lo más rojeras en mitad de algo tan poco revolucionario como el fútbol. Así lo ve Peinado, y tiene claros los porqués. “El Rayo es un club politizado por su hinchada, y no hay que tener miedo a decirlo: La Franja es orgullosa representante de su barrio; el Rayo es de izquierdas”. Pero no siempre ha sido así. Porque ahora la plantilla del Rayo pasa una pensión de por vida a una anciana desahuciada, y la segunda equipación de la próxima temporada lucirá el arcoíris del movimiento gay y los cánticos de la afición durante los partidos a veces pegan más en una manifestación de una de las mareas que en un campo de fútbol… Pero “El Rayo que yo viví cuando era un adolescente era un equipo de barrio, de partidos de sol y bota de vino por la mañana, de palmas flamencas, y qué bonitos son los goles del Rayito. Y ya”. Pero ha sido la propia afición la que ha empujado para que la reivindicación política y social pase de la calle al campo y los despachos.

Por lo demás, sepan ustedes que el Rayo hoy no tiene estadio… tiene sólo campo. El nombre oficial es Campo de Fútbol de Vallecas. Hace unos años llevaba el nombre de Teresa Rivero (la esposa de Ruiz Mateos), pero ahora se deja claro lo que uno se va a encontrar: un campo, un campo además sólo con tres gradas (un fondo no da acceso al público), con un terreno casi cuadrado (100 metros por 65) y que en sus entrañas tienen sede dos federaciones madrileñas, una al ladito de la otra, la de boxeo y la de ajedrez. Si es que.

Y, al final, la historia que prometía ser sólo de fútbol es, créanme, una historia de la vida. Al menos de la mía. Y es que a algunos nos puede el barrio, y lo de ser de barrio lo llevamos muy a gala. El mío no es Vallecas, el mío es Villaverde. Tanto da. Y en mi infancia también hubo demasiados yonkis. Quizá los mismos. Y mi familia, como yo, es del Atleti (gracias, papá; lo siento, hija). Y qué, no importa. Y a mi abuelo no lo fusilaron tras la Guerra, sólo lo condenaron a doce años de prisión. Hay que joderse. Porque esas historias que son de la vida, aunque sea la de otro, un librito te las puede poner a mano para vivirlas al menos un momento.

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