Cataluña ya reúne los requisitos que exige cualquier manual sociopolítico para reconocer a un pueblo la categoría de nación: idioma (gracias a la inmersión tolerada desde el centralismo opresor ), costumbres, historia (debida al bajonazo de gayumbos de cada Gobierno mientras la fueron reescribiendo), actitudes… Sólo le falta el dominio exclusivo de su territorio y un empujoncito más en la consolidación de instituciones propias como Justicia, Hacienda y hasta su propia pequeña CIA para poder constituirse en Estado independiente y soberano.

¿Qué aún lo pueden impedir quienes dicen creer en la unidad gracias a la Ley de Leyes, la Constitución, y a la resistencia de Europa contra los secesionismos? ¡Por Dios, si no fuese porque estamos hablando de un asunto tan serio que trasciende a nuestras vidas para afectar de lleno la de las generaciones siguientes, respondería a quienes razonan así que dejen de chutarse con tonterías tóxicas! Si hoy se quisiera utilizar la zarandeada Constitución de 1978 como instrumento para imponer la normativa en vigor, no impresionaría ni a unos párvulos de escolas o  ikastolas.

La clase dirigente se hace la sorprendida e indignada cuando asistimos a espectáculos como la ya universalmente famosa pitada de la última final de copa Barça-Bilbao, o la sonrisita gilipollas que ponía escuchándola Arturo “Derrotas” Mas, mientras estudiaba, a hurtadillas y cual si murmurara por lo bajini un chúpate esa, la expresión del Rey, justo a su lado y tragando aquella chusquería de gañán. Y, sin embargo, la casta (en esa clasificación coincido con los podemeros) ha sido la impulsora de que estemos donde estamos, merced a las ayuditas que desde Madrid se han pedido al pujolismo para alcanzar mayorías de gobierno estatal, ofreciendo a cambio que desde la Generalitat se fueran beneficiando a La Consti, hasta deshonrarla como a la novicia del lamento de un ilustre cornudo de nuestra literatura: “imposible la dejasteis para vos y para mí”.

Pero la dejación del patriotismo oficial no viene de ayer, sino de mucho antes. Allá por 1980, en mi etapa de director del semanario “Sábado Gráfico” me llegaban fotos desde Euskadi que ponían los pelos de punta a cualquier español con cierto orgullo de serlo: felpudos con los colores de la bandera nacional en las ikastolas,  para que los niños vascos se limpiaran los pies, instruidos por el ejemplo que les daban sus profesores.

Un día, me pudo la sangre asturiana, hice un fajo con ellas, cuidadosamente enumeradas y localizadas,  y se las entregué en mano a Adolfo Suárez, quien las estudió con aire horrorizado y exclamó: “acabo con esto en veinticuatro horas”. Dejé pasar un trimestre no fuera a agobiarle, y encargué al delegado allí que rehiciese, cámara en mano, el mismo recorrido: los felpudos-bandera seguían en los mismos lugares, sólo que se habían extendido a otros. Noventa días después de su promesa de liquidar aquello en 24 horas, pillé a Suárez en el Congreso, le  entregué el nuevo mazo y me quedé mirándole. Armó su mejor sonrisa profidén para soltar esta justificación de estadista: “Es lo que hay, y no puedo exponerme a provocar incidentes”.

De aquellos polvos vienen estos lodos, y es una de las razones por las que discrepo de tanto culto a Suárez que siguió a su fallecimiento

De aquellos polvos vienen estos lodos, y es una de las razones por las que discrepo de tanto culto a Suárez que siguió a su fallecimiento. En tres o cuatro generaciones, gracias a nuestra querida casta de todas las ideologías y disciplinas, las juventudes vasca y catalana pasaron de saberse parte de una imperfecta España, a la que había que cambiar para quererla, a clasificarla como un país ajeno, invasor y ocupante. Y ahora desde el poder pretenden hacernos creer que esa Constitución tratada por todos como una puta de esquina podrá, ella solita, reprimir los desafueros y forzar a las aguas a retomar el cauce que tuvieron durante siglos. De la España histórica acabará quedando sólo el refranero; y, de todos los aforismos, uno en especial: “entre todos la mataron y ella sola se murió”.

Estoy harto de que me brinden, en mi calidad de español, humillaciones y burlas como las de la pitada, previamente importantizada hasta la desmesura por muchos políticos y ciertos medios, locos por cazar audiencia a cualquier precio.

Estoy harto de la cara de culo que pone Arturito Mas (el hereu de Ubú Pujol) en cuanto piensa que la ocasión le resulta propicia para marcar paquete. Y del aire de superioridad conmiserativa que utiliza al comparar Cataluña con el resto de España.

Estoy harto de ver hasta en la sopa la estelada, inventada y potenciada sólo porque lo más rancio del catalanismo clientelar (tan casposo como el andalucismo clientelar) cree que así toca los cojones al “resto del país”, como nos clasifican los institutos de medición de audiencias de las teles desde que empezaron a funcionar, sin que ningún organismo del Gobierno los multara primero y los cerrara después si había reincidencia.

Estoy harto de que se pretendan mayoría aplastante favorable a la independencia los que hacen  manitas a lo largo de unos kilómetros y fabrican un toldo compuesto con muchos de esos  trapitos de reciente invención, cuando luego van las encuestas de la prensa afín, como “La Vanguardia”, y dicen que la mayoría está contra la independencia.

Estoy harto del permanente desprestigio internacional en que colocan a España, así como de la inestabilidad interna que provocan, con lo que no paran de colocar clavos para reventar los neumáticos de nuestra todavía débil recuperación. Y ahí meto también la suya, que no es para tirar cohetes pese a que, cada vez que le aprieta el zapato, el hereu de Ubú llora, y desde Madrid se le envía biberón tras biberón, que malgasta de inmediato en costosas campañas separatistas y en abrir “embajadas” para ocuparlas con amiguetes afines que sólo sirven para la mamandurria. Amén de para alimentar los bolsillos de los “Pujolone” y otros clanes parecidos.

Estoy harto de que, como español, me representen en ese lamentable forcejeo gentes sin un mínimo de pelotas.

Antes, veía al británico Cameron como un “cara de ladilla” blandengue. Con el referéndum de Escocia y su campaña de las elecciones, demostró que los tiene bien puestos. Y, otra vez, con la consulta a los ciudadanos sobre si quedarse o no en la Comunidad Europea. Sabe negociar.

Deseo que los catalanes celebren ese famoso referéndum para, de una vez por todas, salir de dudas, y saber si los que quieren irse son tantos como pretenden Mas, Junqueras y parece que ahora también la impredecible Colau.

Por supuesto, pactando antes unas mínimas condiciones, ya que escindir un país en dos no es algo intrascendente. Recordemos que cuando el soberanismo catalán empezó con el raca raca aceptaban que un a la independencia habría de obtener el respaldo de dos tercios del censo. Volvamos a eso, y, si no lo suscriben, presentémonos ante el mundo como los únicos que ofrecen buena voluntad y a ellos como unos tramposos. Impidamos también que utilicen las instituciones para aplastar la opción del “no” e impongamos unas reglas de juego limpio que lleven a una intervención pura y simple de los organismos que incumplan. Se puede hacer. Si quieren, en otra ocasión desarrollo el cómo.

Habría, asimismo, de firmarse un compromiso de acatamiento del resultado por el que durante un mínimo de 25 años no se reclamarán nuevas consultas si se impone el “no”, y quienes lo hagan queden fuera de la ley.

Dejemos que esas mayorías silenciosas que no salen a alborotar ni armar gresca les digan alto y claro en las urnas lo que piensan de ellos  y de sus excéntricos deseos de que más vale jodidos todos por separado que prósperos juntos.

Me gustaría asistir a ese espectáculo y poder repetir aquella frase de Groucho Marx: “He disfrutado mucho con esta obra de teatro, especialmente en el descanso”.

Todo, menos estar pendientes como idiotas de una nueva pitada al himno o la bandera, y otras frivolidades que se le puedan ocurrir al ínclito Arturito Mas y sus corruptos boys. ¡Ah, qué ganas tienen de que la corrupción catalana se absuelva allí (¡perdón, he querido decir se juzgue) por una chupiguay Justicia independiente.

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