El camino del infierno está plagado de buenas intenciones. Muchas veces detrás de las ideas más nobles y de las intenciones más inocentes, se acaba cayendo en el peor de los errores por no aplicar el más elemental espíritu crítico.

El mejor ejemplo de estas buenas intenciones con resultados pobres son la mayoría de programas de cooperación internacional al desarrollo. Póngámonos en el caso concreto de África. ¿Cuántos miles de millones de euros o dólares llevamos invertidos en programas de cooperación o de ayuda en los últimos 50 años? ¿Cuál ha sido el resultado? Por desgracia, más bien escaso.

En este fracaso influyen muchos factores. Para empezar la corrupción tanto en los países de destino como en las propias organizaciones que hace que se pierda parte del dinero. Luego la gestión ineficiente. Como señalaba Gustau Nerín en su indispensable libro Blanco bueno busca negro pobre, muchas ONG tienen una pésima organización que hace que la mayoría del dinero que reciben se pierda en gastos de gestión y gasto corriente en sus propios países y por lo que la parte que finalmente llega a África es ridícula, y luego están los proyectos en sí, que no siempre son los más indicados o no se enmarcan dentro de una planificación general y pueden acabar siendo más un problema que una solución.

Por ejemplo, un envío de  convois de ayuda humanitaria que se ponen a repartir comida gratis en una ciudad… la primera consecuencia es que la gente que tenía negocios o que se dedicaba a la producción de comida se arruinan, porque lo que ellos venden lo están regalando, con lo cual te cargas el sistema económico y haces a la población dependiente de los envíos de ayuda. Sería más lógico ayudar con medios que faciliten la autosuficiencia. Estos problemas se agravan cuando en los programas de ayuda se anteponen criterios ideológicos a criterios científicos, algo que pasa muchísimas veces.

Un vergonzoso ejemplo de esto ha sucedido esta semana cuando la Unión Europea ha votado una resolución para instar al G8 a que presione para que no se permita el desarrollo de cultivos transgénicos en África. Para empezar, el simple hecho de que se vote esta resolución no deja de ser un reflejo de que Europa sigue anclada en el más rancio neocolonialismo: ¿es que acaso son tontos los africanos? ¿No pueden ser ellos los que deciden si quieren o no utilizar transgénicos? ¿Hace falta que presionemos desde Europa para ver lo que pueden o no pueden hacer?

Desde África han llovido críticas a esta decisión, como esta carta abierta de un granjero Kenyata a la Unión Europea. El problema es que despropósitos parecidos suceden en cada convocatoria de proyectos de ayuda al desarrollo. Recuerdo un científico que me contó que habían conseguido un programa de cooperación para estudiar el cultivo de la chirimoya en Ecuador. El programa obligaba a que fueran de cultivo ecológico y preservar las variedades locales. Curiosamente en España el 95% de las chirimoyas son de la variedad “Fino de Jete” y el cultivo ecológico es minoritario, pero claro, nosotros somos un país avanzado y no les enseñemos lo que realmente hacemos aquí, no sea cosa que luego sean competitivos, dejen de ser pobres, y nos quiten cuota de mercado. Por cierto, el grupo que desarrollaba ese proyecto en España investigaba con frutales transgénicos, pero eso no podía entrar dentro de la ayuda al desarrollo.

Por lo demás: ¿qué sentido tiene vetar en países en desarrollo el acceso a una tecnología como los transgénicos que se está utilizando en todo el mundo, incluida Europa?, pues básicamente es una forma de que los pobres sigan siendo pobres y los ricos ricos. Vamos, neocolonialismo rancio, pero disfrazado de cooperación y buen rollo. Y pagado con fondos públicos.

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