Uno de los actuales reyes de la bulería jerezana es payo, pero su cante suena puro. Miguel Flores se crió entre leyendas, convivió con una de las mejores generaciones, es maestro de los jóvenes valores… y una de las figuras que han logrado encandilar a nuevos aficionados sin traicionar las raices del cante tradicional.

Una noche. Es más, un cante si está inspirado. Eso es lo que necesita Miguel Flores, el ‘Capullo de Jerez’, para transmitir que su arte es sincero. Los ojos se le salen de las órbitas y encarna muecas desencajadas mientras saca lo que le “sale de dentro”. Reconocible desde el primer quejío, su forma de cantar y sus particulares letras enganchan. No sólo al guardián de lo antiguo, del que tanto cuesta ganarse el respeto y el reconocimiento… sino también del que lo ve la primera vez y nada entiende de cante jondo. Se dirá que no lo disfruta de la misma manera. Pero el arte conmueve a todos y él lo tiene.

El Capullo lo sabe porque lleva ya muchos años en esto. Lo mamó desde pequeño aunque no pertenezca a ninguna familia gitana de tradición. De hecho Flores forma parte del selecto grupo de ‘gachós’ cuya aportación a este arte es innegable: “En la cuna del cante somos todos puros”. Único cantaor de su estirpe (en la que sí hay bailaores), el compás lo lleva en la sangre. Nacido en el barrio de Santiago, una de las fuentes del cante de Jerez, y criado en la Asunción, allí desde muy pequeñito (cuando su madre le decía que parecía “un capullito”), escuchó a los grandes. Aprendía del Agujetas, escuchaba a la Paquera y visitaba la casa del Terremoto para oir al que quizá mejor ha cantado la bulería.

Luego le llegó la oportunidad de demostrar que él también se iba a hacer un hueco en el mundillo. La aprovechó, pero no sólo se quedó ahí, sino que fue forjando un estilo inconfundible dentro de una generación de cantaores de la tierra que supo respetar a los viejos… y conectar con los jóvenes. Algunos, desaparecidos antes de tiempo y muy añorados, caso de Luis de la Pica o Juan Moneo ‘El Torta’, con quien el ‘Capullo’ protagonizó una cariñosa rivalidad por ver quién era el rey de la bulería jerezana. Se codeó con lo mejor de esa última generación dorada donde Camarón y Paco de Lucía rompieron las barreras que quedaban para la universalidad del flamenco.

Su gran momento llegó con la publicación de su disco ‘Este soy yo’ (2000), con Diego Amaya y el Niño Jero a la guitarra. En ese trabajo desplegó sus virtudes en los cantes donde es maestro y cerraba con esa rumba que se convirtió en hit, ‘La vida es una rutina’, y con la que hace el fin de fiesta para su importante legión de incondicionales. Esos que le gritan desde el graderío “¡Ole, Capu!”, mientras él destila humildad y ganas de agradar. “No quiero la fama, sólo vivir del cante y gustar a la gente”, repite en las entrevistas. Algo que logra llevando cada palo a su terreno.

Con 61 años posee un cartel que le hace pasar triunfamente como figura destacada de festivales como el de Cante de Las Minas, y ser el gran reclamo en citas de todo el país. Para octubre se le espera en el Auditorio Nacional de Madrid, aunque poco le queda por demostrar y menos a los que convencer, mientras ve cómo en su Jerez, del que nunca se quiso mover, van surgiendo voces que aseguran el relevo. Sólo el tiempo dirá si logran forjarse una personalidad como la que logró desarrollar aquel payo que supo beber de los clásicos para sonar puro.

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