El doctor Michael Mann en una imagen de archivo

El científico Michael Mann, uno de los grandes expertos en calentamiento global, ha ganado el primer pleito contra los negacionistas del cambio climático. Hace doce años, dos tronados conspiranoicos interpusieron una demanda contra él tras asegurar que abusaba de los datos meteorológicos “al igual que un pederasta abusa de los niños”. Doce años de presiones, doce años de tensión, doce años de idas y venidas al juzgado, de abogados, de noches sin dormir y preocupaciones por culpa de la extorsión y el chantaje de dos lunáticos. Un científico suele vivir entregado al sueño del conocimiento al margen de la mezquindad del mundo, y algo sí puede destruirle la vida. Decía Sartre que el infierno son los otros y al doctor Mann, como a muchos de su generación –científicos, creadores, artistas e intelectuales– le ha caído encima su pequeño averno en forma de horda de ignorantes, intolerantes y adalides de la peor de las supercherías.

Sin embargo, y por una vez, la verdad y la razón han terminado resplandeciendo, aunque haya sido después de más de una década de tortura y angustia para el extorsionado, que sin duda ha tenido que soportar el habitual juicio paralelo de la moderna Inquisición, o sea las redes sociales, antros de mala muerte donde se concita todo el matonismo de los nuevos fanáticos de hoy. Al final del proceso, el jurado (nunca un jurado fue más justo) ha terminado dando la razón a la víctima, avalando sus estudios y conclusiones climatológicas, y de paso el juez ha condenado a los dos personajillos a apoquinar con un millón de dólares que, aunque no servirá para reparar todo el daño que le han ocasionado al científico, sí al menos le compensarán, de alguna manera, ante tanta ingratitud. “Me siento muy bien”, aseguró Mann tras conocer el veredicto. “Es un buen día para nosotros, es un buen día para la ciencia”. Y tanto.

Todos debemos felicitarnos de este triunfo en la larga batalla librada entre la razón y la irracionalidad, entre la justicia y la injusticia, entre la luz y las tinieblas. Todos debemos estar un poco más tranquilos hoy, ya que el sistema ha funcionado y ha puesto en su sitio a toda la recua de trogloditas salidos con sus antorchas de odio de las cavernas más profundas para terminar de rematar a la civilización humana. Es cierto que el magistrado no ha querido entrar en si el calentamiento global es un fenómeno real o no (ya lo dirán los expertos), y que su fallo se ha centrado en la trama de difamación sufrida por Mann durante años. Pero, de alguna forma, este caso va a ser un hito judicial y un aviso a navegantes (más bien a piratas tuiteros), ya que, a partir de ahora, tratar de asfixiar a un científico, tratar de doblegarlo por la vía del terror y del acoso noche y día, tratar de amedrentarlo hasta que abjure del dictamen de la ciencia, tal como hicieron los inquisidores con Galileo para que negara su teoría heliocéntrica y el movimiento de traslación de la Tierra (eppur si muove, y sin embargo se mueve), podría ser castigado con una más que saludable multa.

Estamos, por tanto, ante una resolución histórica contra el bulo fanático ampliamente difundido por el trumpismo rampante. Una sentencia que va a tener consecuencias jurídicas, políticas e incluso sociales. Desde ahora, cuando un majadero, tarado o memo se siente delante del ordenador o de su teléfono móvil para emprender una de esas estúpidas cruzadas contra la ciencia habrá de tener en cuenta que la tontería de acorralar a los expertos contra el muro de Twitter, humillándolos, insultándolos y difamando el trabajo al que dedican la vida entera, puede salirle por un pico, por una fiesta de nada, por un kilo de dólares o euros, da igual. Es así como se lucha contra la revolución de la ignorancia. Es así como se hace frente al resurgir del oscurantismo y el medievalismo feudal. Es así, calcando al tonto con una profiláctica sanción económica (ahí, en el bolsillo, es donde le duele de verdad), como se puede ganar esta distópica “batalla cultural”, un concepto que no deja de ser una paradoja formidable, ya que en realidad estamos ante una “batalla de la incultura”, que no es lo mismo.

Hoy, mientras los agricultores se echan a las carreteras del país para protestar por dos cosas incompatibles, la evidente ruina del campo y la cruda realidad del cambio climático (la primera es consecuencia de la segunda y la segunda causa de la primera), nos llega la noticia de esta resolución que nos hace confiar de nuevo en el género humano y pensar que no todo está perdido. Ese grupo libertario que promovió la demanda bajo el rimbombante nombre de CEI (Competitive Enterprise Institute, aunque más bien deberían denominarse Cuñados, Estúpidos e Ignorantes SL), se lo pensarán dos veces a partir de ahora antes de iniciar el linchamiento público y en manada de quien no hace sino trabajar con seriedad y rigor según el método científico y profundizar en el conocimiento humano sobre el peor fenómeno al que se ha enfrentado el absurdo mono desnudo.

Difamar a un sabio acusándole de falsificar y destruir documentos, así como de otras malas prácticas (comparándolo incluso con los pederastas), no es ninguna broma. Haría bien el Tribunal Supremo español en tomar buena nota de esta sentencia pionera, porque aquí, en la piel de toro, también tenemos nuestras propias franquicias de ese extraño Competitive Enterprise Institute y su puñetera madre en verso, peligrosos grupos de negacionistas, terraplanistas y anti-sentido común que, disfrazados de supuestos críticos contra la ciencia (en realidad charlatanes de feria avezados en el fraude del crecepelo de toda la vida), no buscan sino generar confusión para desestabilizar las sociedades democráticas occidentales. No busquen ustedes a los nuevos gurús del negacionismo en los laboratorios científicos, haciendo sus propios experimentos para rebatir las tesis oficiales, sino en los laboratorios políticos o fundaciones think tank promovidas por la extrema derecha y encargadas de propalar el analfabetismo de las leyes de la física, la química y la matemática. Para esta gente marciana, Trump es su Einstein y Putin su Newton. De locos.    

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