No me creo, aunque los resultados del último año parezcan indicarlo, que la carrera de quien ha sido hasta anteayer el deportista más grande de nuestra historia moderna, Rafael Nadal, esté acabada antes de cumplir los 30 años.

Lo achaco a que, en las etapas iniciales de estos fenómenos, la presencia y el cuidado de los familiares suele ser no sólo importante sino fundamental; pero llega ese instante, doloroso y casi inevitable, en que sus mensajes pasan a significar rutina, cosa sabida, consejo estéril y hasta rémora perniciosa para dar el salto final a una grandeza de época, a lo indiscutible, a convertirse en el “primum inter pares” durante una etapa larga. Asalto que nuestro tenista hubiera debido intentar este año y al que –pienso- le queda la próxima temporada para acometerlo. Como mucho. Después vendrá la resignación y el arrastrar un historial, lleno de gloria pero incompleto, mezclado con tercerones, cuando aún podría aspirar a lo máximo. Si no lo hace, adjudico la responsabilidad a su preparador, técnico, psicólogo, organizador –su todo-, Antonio Nadal, el Tío Toni.

No lo digo yo; mi voz sólo es un eco de lo que han dicho algunos de los jugadores que en un pasado reciente han sido números uno indiscutibles en ese deporte, como Bjorn Borg, Guillermo Vilas, Matts Wilander, Jimmy Connors, y, a grito pelado hasta llegar casi al insulto, John McEnroe, que le han repetido en declaraciones públicas, tras años de mostrar hacia su juego y  actitud una admiración propia de incondicionales, que cambie de entrenador si quiere continuar compitiendo al nivel que exige su historia.

Tiene una lógica aplastante. Las remontadas que este maravilloso jugador ha brindado a los aficionados después de duros contratiempos físicos, cada vez más largos y frecuentes, han sido espectaculares. Aún en 2014  nos dedicó una de las que hacen que el sombrero se vaya él solo al suelo. Y lo hizo con el tío Toni. Pero a costa de un derroche físico y de coraje que le pasó factura mental en 2015, una vez restablecido su cuerpo del último bache.

Ahora mismo, Rafael Nadal no es ni su sombra en calidad de juego, en los recursos psicológicos que desesperaron a Roger Federer (nada menos que un lustro más “viejo”), a Murray y hasta a Djokovic. No digamos a los Nishikori, Fognini  y tantos otros  clase media que salían contra él a la pista vencidos de antemano. Ahora mismo, Nadal las pasa putas frente a jugadores que hace un año y pico apenas le servían para un entrenamiento un poco duro.

¿A qué se debe ese cambio? ¿Por qué no intimida ya ni al Tato? Coincido con MacEnroe, y eso él no lo sabe ni lo sabrá pero no importa, que un cambio de entrenador, de consejero, es fundamental para renovar ideas, reinventar golpes, posicionarse distinto en la cancha, recuperar su agresividad de siempre con modos nuevos; sorprender, en suma, puesto que sus recursos actuales están ya tan estudiados y rebatidos que, solos, no sirven. Además, se nota que ya no cree en ellos.

Eso no va en desdoro de Toni Nadal, su descubridor, constructor y mentor; su Néstor, y hasta el Aristóteles de este Alejandro de la raqueta; un ciudadano que ha impreso en el artista el concepto del fair play en la  lucha, de la disciplina, de la constancia, del rigor… Sucede, simplemente, que la vida está hecha de etapas, y todo indica que la suya con el irrepetible sobrino ha llegado a su fin.

No es una desgracia afrontar esa lección de realidad. Lo han hecho los otros grandes de verdad –las medianías no sirven de ejemplo a un extraterrestre como Rafael Nadal-, sin que significara dramas, rupturas ni malos rollos. Véase, si no, como han renacido, después de periodos en algún caso calamitosos, Federer (entrenando con Stefan Edberg), Novak Djokovic (con Boris Becker), Murray (con Amélie Mauresmo).  Los nuevos no son superiores a quienes los preparaban antes de que llegaran, pero significaron un soplo de aire nuevo, ideas y frescura que  convirtieron a sus pupilos (aceptemos, en principio, ese concepto) en versiones deportivas del Ave Fénix.

Conocemos a nuestro campeón y sabemos de su fijación con lo que es la familia, los amigos de siempre, la perpetua novia, esa inusual obsesión por la lealtad, el apego al círculo y el agradecimiento eterno a quienes le hayan aportado algo importante… Todo es entrañable y de admirar, pero nocivo para él. Ocurre que parece estar hecho de una pasta insólita para lo que se estila en estos pagos, y también en otros. Es un tipo especial.  Preferirá inmolarse como un kamikaze en la inutilidad de lo infértil antes que, al mirarse en un espejo, crea ver reflejada en él la imagen de un traidor. Está fabricado con un material de otra época (no me pregunten cuál, porque no lo sé), y hay que aceptarlo así, ya que es, en esencia, la encarnación misma de lo decente.

Pero no podemos asumir esa injusta decadencia porque el deporte resulta, hoy, parte esencial de la imagen de un país. Y Nadal es  –ha sido, y puede volver a ser- Marca España por antonomasia. Siempre y cuando el Tío Toni sepa retribuirle su generosa adhesión y se haga a un lado, le fuerce a romper el cordón umbilical y le obligue a volar solo, con otro equipo compuesto por nuevos colaboradores que le hagan aprovechar esos tres o cuatro años al máximo nivel que aún nos puede ofrecer.

No es el que tiene hoy.

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