Quizá lo explique mi ingenuidad, pero tengo la impresión de que las administraciones públicas de Francia, Alemania o Inglaterra funcionan mucho mejor que las de España. Eso sí, en nuestro país las normas administrativas, por no hablar de las de mayor rango, son tan profusas como abstrusas. En una sociedad como la nuestra, con tantos niveles competenciales – 1) Europa, 2) Estado, 3) Comunidades Autónomas, 4) Ayuntamientos, 5)  Diputaciones, 6) los Cabildos Canarios y los Consejos Insulares de Baleares-, las competencias administrativas y políticas se cruzan y, a menudo, se enredan.

El ciudadano, en sus relaciones con la Administración, ha de moverse dentro de una red en la cual fácilmente se ve atrapado. Los avances informáticos, que, sin duda, acabarán sirviendo para desenredar esta madeja, no impiden hoy, por ejemplo, que si alguien acude a la ventanilla de un municipio para presentar una instancia con el fin de reclamar o concursar se le exija que adjunte un certificado de residencia, cuya obtención se otorga en otra oficina, frecuentemente alejada, pero del mismo Ayuntamiento. A este propósito existe una Ley, la de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas (Ley 30/1992) que exonera a los ciudadanos de presentar en una ventanilla pública certificados que ya obran en poder de cualquier Administración. Una ley que ningún funcionario y ninguna Administración han estado ni están dispuestos a cumplir.

La conexión de las bases de datos entre los distintos niveles de la Administración, e incluso dentro de la misma Administración, brilla por su ausencia en España, con la excepción de la Agencia Tributaria, destinada a exprimir los flacos bolsillos de los asalariados (el 90% de los ingresos recaudados a través del IRPF provienen de los salarios, que representan apenas el 45% de la Renta Nacional).

Esa falta de conexión interna se traduce en molestias sin cuento, pérdidas de tiempo y corruptelas varias. La obtención de una licencia de obras, de apertura de un negocio o cualquier otro permiso se convierten en un viacrucis en el que brilla con luz propia el título de Larra, escrito ya en el siglo XIX, precisamente con este propósito: Vuelva usted mañana. Estas pérdidas de tiempo, de trabajo y de dinero no son fácilmente cuantificables ni, que se sepa, se han cuantificado. Sin embargo, se puede afirmar, sin miedo a equivocarse, que su monto anual daría para sacar del apuro a varios millones de personas.

En Madrid, por ejemplo, una licencia de obras con todos los “papeles en regla” puede tardar en concederse entre año y medio y tres años, a no ser, claro está, que se tenga “buena mano” cerca de alguien que “mueva” el expediente. Artefacto, éste del expediente, que tiende a navegar sin prisa, dentro de un mar en calma.

La inmensa mayoría de los locales abiertos al público en la capital de España carece, sin embargo, de licencia de apertura. Si una persona desea abrir, por ejemplo, un bar en Madrid, y siempre que el lugar no esté declarado como protegido (en esta caso, el calvario es mayor), ha de solicitar sucesivamente tres licencias. A saber: de obras, para adecuar el local, de actividades, para que se le autorice en concreto su negocio (bar, mercería o lo que sea) y de funcionamiento. Esta última licencia, la de funcionamiento, no la otorga sólo la Junta de Distrito sino, de consuno, ésta y Protección Civil. Y este último dato no es baladí, pues hace ya tiempo que el Ayuntamiento quiso aliviar el calvario y creó una licencia única, que, como suele ocurrir con lo único en la administración (la ventanilla única y otros intentos parecidos), se convirtió, por mor de la lógica burocrática, en una instancia más. Así, si al lector le sobran tiempo y ganas puede dirigirse a una Junta Municipal madrileña y preguntar allí qué le conviene más: solicitar la única o las tres tradicionales. Le contestarán, sin engañarle, que es mejor el trino. Este misterio de la Trinidad (uno y trino) conduce, como bien se ve, a que sean muy pocos los locales abiertos al público en Madrid gocen de status legal.

Eso sí, el Ayuntamiento acaba de hacer público, a bombo y platillo, el primer mapa de excrementos caninos. Y yo me pregunto dos cosas: 1) ¿Cómo consiguen los nuevos munícipes que estas naderías aparezcan en los periódicos bajo enormes titulares?, y 2) ¿Creen que somos imbéciles?

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