¿Cuál es la magia del poder para que cuando un abusador llega a la cumbre muchos disculpen sus tropelías como si fuesen travesuras y buena cantidad de mortales se las rían o se las elogien…?

Sin pararse a pensar que la benevolencia con la arbitrariedad va minando las defensas morales de los más jóvenes y puede llegar a provocar el aniquilamiento de la escala de valores en que ha de asentarse su formación si queremos salvaguardar las reglas que nos permiten convivir. Con tropiezos y altibajos y susceptibles de amejoramiento, pero sin ellas sería el regreso a las normas de la selva. Es decir, a las no normas: la anarquía, en su versión más innoble.

Ya dijo Lincoln que “casi todos podemos soportar los malos momentos, pero si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder”. Añado que en ocasiones, basta incluso con proporcionarle una tribuna mediática para que saque lo peor que lleva dentro, bien porque es un residuo cavernario viviendo fuera de su época, bien porque imagina que remar contra corriente lo convierte en distinto a los demás y provoca que el foco de la actualidad le proporcione un lastimoso minuto de gloria. Pero eso también constituye una parcela de poder.

Traigo esta reflexión a cuento por el incidente entre los pilotos de motos G.P. Rossi y Márquez en el penúltimo circuito del presente Campeonato del Mundo, cuando el primero derribó alevosamente al otro para impedir que le disputara la segunda plaza de la carrera, cuya pérdida hubiese dejado pendiente de un delgadísimo hilo su soñada décima corona. Las circunstancias que lo rodean son ya sobradamente conocidas como para necesitar recordarlas en este artículo. Pero quiero incidir en tres hechos relacionados con esa animalada que revelan hasta qué punto nuestra época se está consagrando como la de la Muerte de la Ética: a) la putrefacción del deporte, nacido en la Grecia Clásica como instrumento de tregua para detener unas guerras devenidas crónicas y revitalizado siglos después por los británicos como último refugio de competencia entre los hombres bajo inamovibles principios de juego limpio; b) el alucinante nivel de frivolidad concentrado en las redes sociales, donde incontables mamarrachos ociosos (del estilo del concejal podemita madrileño, Zapata, el “bromista” sobre mutilados por terrorismo) han peleado con empeño por escribir (es un decir) la memez más alucinante jaleando el atentado cometido por Rossi; y, c) las vergüenzas expuestas al aire por muy concretos columnistas o “creadores de opinión”.

La podredumbre en el mundo del deporte llegó cuando los nacionalismos lo convirtieron en reivindicación de la imagen patriótica y sus más exitosas disciplinas se masificaron, llenando de espectadores gigantescos estadios o convocando multitudes ante las TVs.

En el camino, surgieron organizaciones coordinadoras manejadas por forajidos de corbata que se hicieron multimillonarios y alcanzaron una desmesurada relevancia social. Se llamaron Federaciones, y son los patios de Monipodio que manejan un dinero que empezó a entrar a raudales. De ellas ha nacido la tolerancia e incluso el estímulo del doping, las más imaginativas corrupciones en la adjudicación de sedes de grandes eventos, flagrantes atropellos arbitrales siguiendo el interés más conveniente (véase la ridícula sanción a Rossi, entre miles de casos más), y otras coimas que desafían a cualquier comprensión sobre la picaresca humana y su capacidad de delinquir. El último reducto del juego limpio se transformó así en uno de los más rentables de los negocios sucios.

Sobre las actitudes, comentarios, chistes (aunque, como en el caso de Márquez, se pusiese una vida en juego), ocurrencias soeces sin el menor ingenio y disparates que muchas veces recogen las redes propios de gentuza en estado puro, mejor no entrar en análisis. Nacen de inconscientes (a veces, no tanto) manifestaciones de los siete pecados capitales, la envidia sobre todo. No tendrán solución mientras en ellas la anarquía campe por sus respetos, y la barbarie encuentre un medio gratuito para expresar sus frustraciones. Con su pan se lo coman.

Otra cosa es que individuos con tribunas en prensa, radio y televisión escriban o hablen igual que esos, por lo general, anónimos bárbaros. Justifiquen bestialidades como la del corredor italiano y hasta reprochen a Márquez su pugna para ganar en buena ley con el pretexto de que sólo buscaba impedir que Rossi sume un nuevo título mundial. La misión de un campeón, si puede, es triunfar sobre sus rivales más destacados sin más límite en la disputa que las reglas vigentes. Que yo sepa, Márquez no vulneró ninguna y Rossi, sí.

La impotencia para imponerse no puede justificar algo tan burdo como la patada para derribarle, poniendo en claro riesgo su integridad física. Y los pretendidos “líderes de opinión” que lo han hecho y lo hacen no pasan de ser una lacra incendiaria que conducen a que terminemos por crear un deporte como el “Rollerball” de la famosa película, en el que los jugadores salían dispuestos a matar o morir.

Por eso empiezo hablando del demoledor ejemplo que a la gente que empieza ofrecen esos que ejercen el poder adquirido –a veces, a base de talento- para sumar con trampas propias de fulleros unos hitos postreros; en algún caso, casi póstumo. Y me lamento a continuación de tanto servilismo puesto a sus pies por corruptos que incitan a sobrepasar cualquier límite por tremendista y casposo que sea.

¡Qué lejos todo del espíritu de un juego limpio y del “mens sana in corpore sano!

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