“Yo vi en 1725 a cuatro salvajes que habían sido traídos desde el Mississippi a Fontainbleau. Había entre ellos una mujer de color ceniciento, como sus compañeros; le pregunté por medio del intérprete que les acompañaba si ella había comido alguna vez carne humana; me respondió que sí, muy fríamente y como si se tratase de una pregunta corriente. Esta atrocidad, tan repulsiva para nuestra naturaleza, es sin embargo mucho menos cruel que el asesinato. La verdadera barbarie es matar, y no disputar el muerto a los cuervos o a los gusanos”.

Lo contaba Voltaire . La verdad no sé si fue después de que dijera aquello de “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”,  o si fue antes de que echara un vistazo al mundo y a quienes lo habitaban, y soltara, con todo el peso de la realidad, que “la civilización no suprimió la barbarie; la perfeccionó e hizo más cruel y bárbara”. Fuera como fuese, desde entonces hasta ahora, ni la civilización ni el hombre ni la vida parecen haber cambiado mucho. Y algunos lo justifican en la tradición, en la cultura o en el deber, y con esos argumentos parecen normalizar el horror y el delito, como hacen en algunos países con la lapidación, la ablación del clítoris o la pena de muerte.

Hace unos días se convirtió en viral la confesión de un verdugo profesional de origen pakistaní en una entrevista con la BBC, en la que aseguraba no sentir nada cuando le quitaba la vida a una persona. “Es mi trabajo”, decía no se sabe muy bien si a modo de explicación, justificación o parapeto contra él mismo y su desconcertante sinceridad. Se llama Sabir Masih, es el primer verdugo de su país que, tras siete años de moratoria de la pena capital, volvió a ejercer su oficio en 2012. Desde entonces ha terminado con la vida de 60 personas. Y reconoce que cuando ejecuta a una persona se siente frío como un pescado. Y lo expone con cierto orgullo porque se considera un profesional. “Mi padre me enseñó a atar la cuerda bien, esto es parte de la tradición familiar” dice Sabir, con mirada enjuta y los ojos hundidos, casi cejijunto, y algo estrábico. Quizá ése sea el secreto, que no ve lo que hace con claridad ni con la debida perspectiva. Tiene los dientes amarillos por mascar tabaco y tartamudea al hablar pero sonríe, como un niño en Disney World. La perspectiva.

Lo cierto es que nunca había visto el oficio del verdugo como una tradición familiar, como puede serlo un taller de tapicería, una sastrería o un horno de pan. Y eso, a pesar de haber visionado mil veces la obra maestra de Berlanga, El verdugo, no sólo una de las joyas de la cinematografía universal sino uno de los alegatos más inteligentes contra la pena de muerte que pueda verse en el séptimo arte, o así al menos lo consideran muchos. Supongo que si el verdugo Amadeo, en vez de tener la cara y la voz del encantador Pepe Isbert, hubiera tenido la de este verdugo pakistaní, hubiera dado menos ternura, y la comedia jamás hubiera traspasado la barrera del drama. Y sin embargo, encuentras el mismo discurso, casi calcado. En una de las escenas de la película, el veterano verdugo Amadeo (Pepe Isbert) se acerca a saludar al señor Corcuera que está firmando su último libro en una caseta de la Feria del Libro de Madrid. El ilustre escritor le pregunta: “¿Qué? ¿Mucho trabajo?”, y Amadeo le responde: “ No , regular. Aquel que se cargó a la mujer, y a los dos hijos y al guarida jurado. Era un simple”. Y mientras contesta, llama a su yerno, José Luis, que a su vez es su relevo en el oficio, para que se acerque al escritor, quien sin dudar un momento le dice que le parece muy bien que siga la tradición , que en otros países está muy extendida la dinastía. Y por si quedara alguna duda, estampa la siguiente dedicatoria en su libro, Garrote vil: “Al futuro verdugo continuador de una tradición familiar”.

O Berlanga era un crack y un visionario –que lo era- o el concepto de la vida y, en especial, el de algunos oficios, no ha cambiado en absoluto.

“Es mi deber ejecutarlos. Es la profesión de mi familia”

Sabir está cumpliendo con su obligación. “Es mi deber ejecutarlos. Es la profesión de mi familia”. Y lo dice así, fríamente, como la mujer antropófaga que se encontró Voltaire, como si se tratase de una respuesta corriente, como si fuera lo más normal del mundo. Decía Jean Paul Sartre que a los verdugos se les reconoce siempre porque tienen cara de miedo”. Pues éste no. Este tiene cara de vaca mirando al tren y encantada con el pasto, sin entender por qué sus palabras causan tanto impacto. Y vete tu a compartir con él la perplejidad de José Saramago: “¿Qué clase de mundo es éste que puede mandar máquinas a marte y no hace nada para detener el asesinato de un ser humano?”.

En la película de Berlanga, cuando el nuevo verdugo, José Luis, ha realizado su trabajo, le dice al verdugo veterano: “No lo haré más, ¿entiende? No lo haré más”. Y el experimentado ejecutor le dice : “Eso mismo dije yo la primera vez”. El valor de la tradición. O la necesidad de trabajar. A saber. Pero no creo yo que Sabir vaya igual de apesadumbrado que el pobre José Luis. De hecho lo único que le preocupa es hacer el nudo de la soga bien, para que no falle y nadie dude de su profesionalidad. Porque eso es lo que es, un profesional que va a hacer su trabajo y luego sigue con su vida, como si no hubiera pasado nada más que una jornada laboral.

Al final, Virginia Wolf va a tener razón: “no son las catástrofes, los asesinatos, las muertes, las enfermedades las que nos envejecen y nos matan; es la manera como los demás miran y ríen y suben las escalinatas del bus”.

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