Esta semana hemos dicho adiós al sofá de los primeros besos. Nuestro sitio, el pequeño reducto de felicidad en el que vimos Perdidos y en el que me despedí de Mad Men con la media sonrisa del fofisano que no aspira a ser Don Draper. La Edad de Oro de las series encarnada en un mueble de segunda mano que apenas era ya rojo. El sofá de las noches en vela, de los biberones y de las broncas. Mi billete en business hacia Skyrim, mi carta de presentación para Trevor Philips, el palco VIP de un millón de fifas, mi escaño en el parlamento de los naipes, mi pupitre en Greendale, el camarote de la Normandía, mi butaca del Comedy Cellar.

Era un sofá de dos plazas, hoy raído y desahuciado. Hace diez años, nuestra cachorra lo marcó con los dientes y se aseguró de que en la siguiente mudanza se viniese con nosotros. Un sofá como un anillo de bodas, como una invitación a pelearnos por la consola y hacernos masajes en los pies, como un reducto primero de paz y luego de amor.

El sofá en el que discutimos cada decisión importante, en el que viajé desde Europa Press hasta @sabemos. En el que abrimos los primeros regalos de Navidad, en el que se sentaban nuestros amigos mientras nosotros utilizábamos sillas o taburetes. El sofá por el que desfilaron los netbooks, las tablets, los Chromebooks, el iPad y la Surface. El sitio en el que descubrí que Historias Corrientes es digno sucesor y/o complemento de Hora de Aventuras. El sofá en el que desarrollé mi absurda teoría sobre Calamardo como héroe inspirado en Bukowski y donde leí los últimos libros de Terry Pratchett y todos los de George R.R. Martin.

Un sofá que padecía cáncer mobiliario y que se deshacía en un polvo negro indescifrable. Sabíamos que estaba quedándose atrás, por más que nos aferramos a sus brazos enmohecidos como te aferras a las viejas historias. Pero nos resistíamos a dejar atrás ese despacho improvisado en el que he pasado buena parte de mis noches durante los últimos meses mientras me aseguraba, con mimo, de que SABEMOS se iba a dormir con pijama y el despertador puesto. En el que escribí sobre Superhumanos cuando Khedira me contagió su lesión. En el que intenté explicarme por qué las empresas son importantes.

Un sofá-cama en el que mi suegra pasó mil noches y en el que nuestros amigos siempre pudieron quedarse. Al final, ya no lo hacían. Nunca debimos contarles aquella historia de cómo el bebé decidió verter alegremente sobre él el contenido de su orinal. Un trasto en el que ya no sabíamos cómo quitar las manchas pero donde, apretaditos, seguíamos queriéndonos con la fuerza de los clanes de cuatro. Un sofá de madriguera de los Weasley, una pieza de atrezzo postapocalíptico que bien podría haber cabido en algún rincón de Rapture, en el Yermo o en un descampado de Baltimore o de Nuevo México, cerca de Los Pollos Hermanos.

El sofá en el que me convertí en un adulto, en el que abracé lo nuevo, en el que aprendí, oh contradicción, a escapar siempre de la zona de confort.

El domingo seguiré las elecciones desde un mueble nuevo, menos sucio, más acogedor. No tiene experiencia en ser sofá. Pero hará su trabajo. La nostalgia durará lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Mi sofá ha traído mi culo hasta aquí, después de tantos años cabalgándolo. Pero ya era hora de un cambio.

 

Foto: [AndreasS] en Flickr

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