Una vez más, la situación política está paralizada y, ¡oh, sorpresa!, los dos principales partidos mayoritarios tienen la culpa.

Nadie puede sorprenderse demasiado de que Unidos Podemos no ofrezca su apoyo a la investidura de Rajoy, y Ciudadanos, que había señalado en numerosas ocasiones su oposición a la figura del líder popular, está dispuesto a tragarse el sapo y llevar a cabo una abstención técnica para permitir que gobierne. De ellos se espera extremismo y pragmatismo, respectivamente, y es lo que han ofrecido.

Así que la pelota está en el tejado de Rajoy y de Sánchez. El primero, frente a su estrategia habitual de esperar y aguantar, tiene la obligación de arriesgar un mínimo y presentarse a una votación de investidura con el objetivo de forzar a los socialistas a abstenerse en una hipotética segunda vuelta, y estos tienen la obligación de manifestar, siquiera en privado y a través de personas interpuestas, su voluntad de hacer exactamente eso, en lugar de llevarnos a unas terceras elecciones.

Sobre el papel de Rajoy, nada nuevo bajo el sol. Es como un adolescente que tiene a huevo su primer beso y que, en lugar de lanzarse con determinación con los labios desplegados, pretende obtener previamente de su pareja un compromiso firmado ante notario de que no le hará la proverbial cobra y de que no le denunciará por acoso sexual.

La aversión al riesgo del líder popular en estas lides sorprende, especialmente teniendo en cuenta su afición al peligro cuando éste consiste en repartir su cariño y sus apoyos entre corruptos.

A estas alturas, un auténtico estadista se presentaría a la investidura con sus gónadas en ristre y obligaría al rival a explicar por qué no permite que gobierne lo antes posible la lista más votada.

Rajoy no sólo quiere vencer, sino hacerlo por aclamación y humillando en la medida de lo posible al respetable, forzando al PSOE a aceptar a priori lo que parece inevitable a posteriori: una abstención para no volver a convocar elecciones.

Incluso si Rajoy se presenta a la investidura y el PSOE le bloquea, el presidente en funciones saldría de este lance como el hombre que intentó sacar adelante la investidura, no como un cobarde que necesita tenerlo todo hecho antes de dar el primer paso. Todo lo que le sobró de gallardía barata a Sánchez en el proceso anterior, le falta a Rajoy en el actual.

Otro escenario cataclísmico: En el caso de que el presidente en funciones acceda a la investidura, aprovechando el control de la Mesa del Congreso, Ana Pastor podría dar tiempo extra a Rajoy para buscar los apoyos necesarios. Si vuelve a postergarse durante un par de meses la investidura –fue el plazo de negociación que logró Aznar en 1996– y ésta sale adelante en segunda votación, podría ser que no viésemos otra urna hasta el año 2017.

La vergüenza de Sánchez

Pedro Sánchez, por su parte, vive anteponiendo sus intereses personales a los del partido y a los del país. Teniendo en cuenta que se están afilando cuchillos para cortarle la cabeza en cuanto haga el sacrificio último y se abstenga para que no tenga que hacerlo su sucesor, Sánchez actúa como lo que es: alguien que no tiene nada que perder.

En condiciones normales, uno esperaría que tratase, al menos, de ofrecer la abstención a cambio de forzar la salida de Rajoy como presidente. En caso de no conseguirlo, podría incluso llegar a un acuerdo de mínimos con Podemos y Ciudadanos para garantizar la investidura.

No es imposible, de no ser porque actualmente su estrategia es la de meter la cabeza en la arena como un avestruz y esperar a que Rajoy mueva ficha. Si no lo hace, sobrevivirá en el partido unos cuantos meses más, se presentará como candidato a unas terceras elecciones y confiará en arrancar más diputados a Unidos Podemos. Eso quizá –y sólo quizá– le permitiría sobrevivir al invierno como secretario general, por más que Susana Díaz ya haya establecido cuarteles de verano-otoño en Madrid para prepararle el cadalso.

Así las cosas, Rajoy se ve muy fuerte y Sánchez se siente muy débil, y ambos consideran su fortaleza y su debilidad como argumentos más sólidos que la necesidad perentoria que tiene el país de empezar a funcionar en condiciones, aprobar unos Presupuestos Generales del Estado cuya tramitación será más que complicada en el actual escenario parlamentario y poner en marcha la maquinaria.

Lo peor, lo más insultante, no es que tanto uno como el otro estén convencidos de que ganarán posiciones en caso de celebrarse, de nuevo, elecciones. Lo peor es que tengan razón y que haya alguien dispuesto a seguir premiando la incapacidad de acercar posturas. La palabra «político» viene del griego y venía a significar «de la polis», entendida como ciudad o como estado. Da igual cuántos votos tengan, nuestros políticos sólo se pertenecen a sí mismos, a sus guerras internas y sus luchas de poder baratas.

Han aprendido a representar, de tanto repetirlo, el papel de los protagonistas de Juego de Tronos. Un montón de cenutrios enfrentados entre sí que no entienden que el enemigo está en otra parte. Llámalo Estado Islámico, llámalo crisis económica, desigualdad, déficit, infradesarrollo industrial o desafíos de una economía digital globalizada. Todos son caminantes blancos y nuestros políticos, como los protagonistas de los libros de George R.R. Martin, no dejan de mirar hacia sus propios ombligos. Y así nos va.

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