Aunque ahora tiene cosas más importantes en mente, Rato debería encontrar un minuto para abandonar su puesto en un consejo asesor de Telefónica y evitar que su infortunio siga afectando a la imagen de la multinacional.
La novia de Rodrigo Rato, Alicia González, es un personaje de película. No dejo de preguntarme si alguna vez, al mirar uno de sus vestidos o recordar una cena o unas copas, pensará en la tarjeta con la que se pagaron. Me recuerda a la Alicia Florrick de The Good Wife. Al escucharla en la Brújula de la Economía de Onda Cero resulta obvio para cualquiera que se trata de una mujer inteligente y sofisticada, por más extraña que sea su situación actual. En El País ha levantado una muralla china ejemplar para evitar referirse a su pareja: se dedica sólo a escribir de economía internacional. Y en las redes sociales suele esquivar los debates baldíos y escudarse de los trolls. Sólo una vez, en plena vorágine por la detención de su pareja, González ha entrado al trapo en Twitter y ha criticado a quienes se adelantan a las opiniones de los jueces. Es normal que esté a la defensiva. Si cualquier individuo sometido al escrutinio público aprende pronto que no se puede gustar a todo el mundo todo el tiempo, Rodrigo Rato está descubriendo lo que supone caerle mal a casi todo el mundo casi todo el tiempo. En el pasado congreso iRedes, celebrado en Burgos, Eduardo Galán, uno de los fundadores de Revista Mongolia celebró, siempre bajo el necesario paraguas del sentido del humor, que le fuese mal al exministro, a quien tildó de «hijo de puta». El público aplaudió a rabiar. Porque rabia había. Si una parte de cualquier relación de pareja se basa en la admiración mutua, tiene que ser una losa enorme que la persona con la que compartes tu vida haya pasado de héroe a villano, digan lo que digan los jueces.
Telefónica es como una novia para Rato, y se conocen desde hace mucho más tiempo. El exministro de Economía fue clave para la privatización de la operadora aunque también, recordémoslo, para terminar con el monopolio y crear un ecosistema mucho más competitivo. En enero de 2013 publiqué un artículo en el que ya lamentaba el nombramiento del exdirector gerente del FMI como miembro de un consejo asesor para América Latina. No fui el único en verlo con malos ojos. Fernando Encinar, uno de los fundadores de Idealista, abandonó Wayra por su incomodidad con el nombramiento.
La principal diferencia es que aunque la contratación de Rato podía haberse evitado, despedirle es una misión mucho más complicada. No elegir a alguien para un cargo resulta sencillo, despedirlo basándose no en la decisión de un juez sino en una breve detención, una imputación y mucho ruido mediático, por más que se hable de un fraude por 5 millones a través de 40 sociedades interpuestas, chocaría con la presunción de inocencia del político y directivo madrileño. Aunque a otras empresas no les ha temblado el pulso a la hora de librarse de este cáncer mediático, y el hecho de que Telefónica estuviese pagando a Rato a través de una de sus sociedades facilitaría mucho el distanciamiento, la multinacional que dirige César Alierta ha demostrado una gran resiliencia a la hora de tomar decisiones de este tipo sólo por la presión social. En 2014, ya se especulaba sobre una posible dimisión relacionada con su implicación con las tarjetas black de Caja Madrid. No hemos sabido nada de ella.
Así que, salvo sorpresas, la pelota está en manos de Rato. ¿Seguir permitiendo que la compañía y el hombre que le ofreció amparo cuando pocos lo hubieran hecho sigan sometidos al acoso en redes sociales y empeorando una imagen que lleva años tratando de mejorar o buscar, en cambio, una salida digna? Sabemos que pedir dimisiones en España es como buscar un episodio de Juego de Tronos sin desnudos. Sabemos que la dignidad no ha sido el atributo más popular entre nuestros políticos. Pero en Telefónica trabajan 30.000 personas que no se merecen ser tratados como los malos de película por asociación. Que Rato piense en ellos y tome su decisión. Los compañeros de El Mundo afirman que tiene 27 millones de euros y un hotel. Por dinero que no sea.