Llevamos una semana con el animalario revolucionado, eso por no hablar del zoo que tenemos montado y que está derivando en un circo de tres pistas. Este verano la consabida serpiente de verano ha entrado en fase de extinción cediendo su lugar a un nuevo ejemplar del reino animal: el lobo. Y todo porque unos padres eligieron poner a su hijo, con más o menos fortuna,  el singular nombre de Lobo , y a una funcionaria del registro no le emocionaba la idea y lo desestimó.

Podría entenderse que la especie, la animal, evoluciona. De aceptar pulpo como animal de compañía hemos pasado a aceptar -al menos eso parece- Lobo como nombre con el que registrar a una persona. Y me alegra que cada uno tenga derecho de administrar su vida, ya que una excesiva intervención de los políticos, jueces, funcionarios o curas sería preocupante. La que no parece arrancar es la evolución de la especie humana.

Seguimos entretenidos con serpientes, pulpos, lobos y demás fauna mientras el mundo real se convierte en la auténtica selva a salvar. Mientras en Siria los niños quemaban neumáticos para que la densa humareda negra que provoca su combustión impidiera bombardear a los aviones que sobrevuelan Alepo, aquí andábamos preocupados por si unos padres pueden o no llamar Lobo a su hijo, como si nos fuera la vida en ello. Mientras una niña de 13 años, Sohair al-Bataá, moría en Egipto después de la ablación (práctica prohibida en el país desde el año 2008) que le realizó un médico a quien la mutilación genital femenina le ha salido francamente barata, ya que tan solo ha pasado 3 meses en la cárcel, aquí conocíamos los detalles de  la funcionaria del registro que torció el gesto al escuchar el nombre de Lobo y como el juez daba un plazo a los padres para que buscaran otro nombre. Toda la semana pendientes de lo que decidían los padres, la funcionaria, el juez, y convirtiéndolo todo en una suerte de debate de la nación.

Se llama prioridades. Y los medios de comunicación contribuimos a mostrarlas aceptando poner el foco de la polémica en uno u otro lugar. Ya sé que es humano y entra dentro de la lógica que un mismo suceso nos afecte más y le dediquemos más horas, dependiendo de nuestra cercanía a él. Parece que nos conmueve más cuando un atentado yihadista ocurre en Niza, Múnich, Paris, Madrid o Nueva York que si lo hace en Alepo, en Kabul o en cualquier rincón de África o Asia.

No es justo que nos duelan más 85 muertes en Niza que 120 en Afganistán, pero podemos enarbolar una explicación de afección por proximidad. Al menos hablamos de un mismo suceso aunque la indignación dependa de nuestra ubicación respecto a la onda expansiva. Pero estar una semana hablando del nombre afortunado o no que unos padres quieren poner a su hijo, y obviar otros casos mucho más importantes que requieren de una buena polémica para poder ser denunciados, no tiene explicación posible. He recordado la ecuación ideada por el actor y director, Vittorio de Sica, cuando decía que “la indignación moral es, en la mayoría de los casos, un dos por ciento de moral, un cuarenta y ocho por ciento, indignación, y un cincuenta por ciento, envidia”.

Al final, parece que los padres se saldrán con la suya, de lo cual me alegro mucho, pero vamos, no creo que se hayan salvado muchas vidas ni se haya dado un gran paso para la humanidad. No sé quien dijo aquello de que la indignación sin organización es una pérdida de tiempo, pero no podía tener más razón ni aún siendo santo. Si hubiéramos dedicado la mitad del tiempo a la serpiente de verano del Lobo a contar y denunciar las otras historias, no podemos ni imaginarnos lo que podríamos haber conseguido. La indignación de una sociedad auspiciada por los medios de comunicación tiene una fuerza descomunal, un poder desconocido e inesperado, y es capaz de movilizar lo que no logra ni Naciones Unidas ni cualquiera otra institución tan rimbombante como inútil.  No es de ahora, ya lo adivinó el activista estadounidense Malcolm X “Normalmente cuando las personas están tristes, no hacen nada. Se limitan a llorar. Pero cuando su tristeza se convierte en indignación, son capaces de hacer cambiar las cosas.”

Quizá es que estamos en verano y la pereza nos ha vencido. Pero conviene recordar la calificación que el escritor uruguayo  Eduardo Galeano cuando decía que “el mundo se divide, sobre todo, entre indignos e indignados. Y ya sabrá cada quien de qué lado puede o quiere estar”.  A ver que ahora tenemos más tiempo libre, decidimos en qué parte del mundo estamos.

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