“Perdona a tus enemigos, pero jamás olvides sus nombres”. Es una de mis frases favoritas pronunciadas por John Fitzgerald Kennedy, quizá porque no encierra la bondad que solían destilar las frases del trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, sino el realismo práctico y contundente que suele caracterizar al que gustan denominar líder del mundo libre.

Es verdad que suena más a una de las muchas frases lapidarias de “El Padrino”, al nivel de “mantén cerca a tus amigos pero  aún más cerca de tus enemigos” o “No es nada personal, son solo negocios”, y quizá por eso resulte buena.

El nombre de las personas es un arma de doble filo. En los eventos importantes, los grandes líderes mundiales y empresariales suelen llevar a una o dos personas a modo de fieles escuderos que les van soplando el nombre y el cargo de las personas que se acercan para saludarles. A los saludados, ese detalle les hace sentirse considerados y reconocidos por alguien importante. Ese gesto, falso, artificial y oportunista, hace que los demás les confieran una falsa cercanía y se dispensen así mismos la sensación de que son alguien porque el grande conoce sus nombres.  Puro teatro, pura pantomima, pero funciona desde hace siglos. Al final va a ser verdad que nos gusta que nos mientan, siempre que nos lo creamos.

Nada más falso. Lo estamos viendo ahora, en esta nueva campaña electoral que es el periodo más fructífero para la hipocresía, las falsedades, los llamados postureos y las mentiras… pero, a pesar de las advertencias, seguimos picando. Nos gusta ser nombrados por alguien con cierta notoriedad pública. Algunos líderes políticos, y suele coincidir con aquellos que creen haber inventado algo nuevo, cuando de los griegos a esta parte está todo inventado, les ha dado ahora por obviar los apellidos y llamar a sus contrincantes, a sus militantes y a sus posibles electores por el nombre de pila: Pablo, Pedro, Alberto, Luisa, Esperanza, Antonio, Ramón, Luisa, Paula… De repente, todos somos nombres propios en boca de los que ni siquiera sabían que existíamos durante todo este tiempo y, peor aún, ni les importaba.

Supongo que algún lumbrera de los muchos que engrosan la bancada de asesores de nuestros ilustres políticos les ha dicho que así parecen más cercanos, más normales, más iguales a los demás, más campechanos, más como ellos… bueno, a saber la sarta de paridas que brotan de la boca de los asesores.

El otro día, en la improvisada rueda de prensa tras el debate a cuatro de los principales candidatos a la presidencia del Gobierno, uno de ellos incluso se dirigió a la periodista que acababa de preguntarle por su nombre de pila: “Pues mira, Sonsoles,…”. Vamos mejorando: del reproche a una periodista por llevar un abrigo de piel aunque lo que le fastidiara en realidad fuera la contundencia de su pregunta, a tutear a una periodista como si fueran colegas.

La especie humana evoluciona, eso es bonito. Lo malo es cuando descubrimos que cierta evolución es una farsa. No ha pasado mucho tiempo , bueno sí, casi 5 años desde aquel 2011, cuando que el otrora candidato socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, corregía a un periodista que se había dirigido a él de la siguiente manera: «buenos días, se está hablando mucho estos días del caso Faisán; Rubalcaba, me gustaría preguntarte…» , y hasta ahí pudo preguntar ya que fue interrumpido y matizado por el político con un cortante: “Señor Rubalcaba, querrá decir”, cuando días antes había pedido que se le llamara simplemente Alfredo.

Cuánto nivel. Como el de ahora, para qué engañarnos. Los protocolos y sus menudencias. De repente, todo un ministro de Exteriores español se refiere a uno de los mayores genocidas de la historia como Don Adolf Hitler, y  aquí estamos, viéndola pasar, quizá esperando a que salga alguien a nombrar a otro de los grandes genocidas como Don Iósif Stalin. Como todo, es cuestión de tiempo. Dentro de un par de semanas volverán a exigir vuecencias, apellidos y tratamientos y, por descontado, sufrirán de un alzheimer de nombres propios.

“Ciertamente, es agradable ver estampado el propio nombre; un libro es siempre un libro, aunque no contenga nada”.  Lo dijo Lord Byron asistido por toda la razón del mundo. Y es cierto, ver tu nombre impreso o escucharlo de boca de otra persona, siempre resulta agradable.  Eso nos pasa a todos. Y a todos nos gusta que en el banco, en el trabajo, en la consulta del médico, en la peluquería o en la frutería se dirijan a nosotros por nuestro nombre, que se molesten en aprendérselo. Y si nos ponemos tiernos, incluso mencionaremos a Antonio Machado cuando escribió que “el hombre no es hombre mientras no oye su nombre de labios de una mujer”.  Pero no es el caso. Estamos en otra liga muy distinta, para nuestra desgracia. Cuando es un político el que acude a ese detalle para convertirlo en una artimaña electoralista, chirría, huele y resulta ridículo.

El escritor y diplomático Carlos Dossi decía que “nunca escribo mi nombre en los libros que compro hasta después de haberlos leído, porque solo entonces puedo llamarlos míos”. Algunos deberían hacer lo mismo o al menos entender que, una vez finalizado el circo político y las artimañas electoralistas, la mayoría de los que ahora se empeñan en mostrarse cercanos ni siquiera recordará nuestros nombre, ni nuestro apellido, y si me descuidan, tampoco nuestra persona.

Así que no nos emocionemos demasiado: no nos conocen, y tampoco quieren hacerlo. Es la misma historia de siempre. Dentro de un tiempo volveremos a recuperar nuestra condición habitual para los políticos: los sin nombres. Estos políticos nuestros que nos han tocado en una rifa harán justo lo contrario a lo que preconizaba el presidente Kennedy: en unos días olvidarán los nombres de sus nuevos “amigos”. Y si no, al tiempo, que suele ser el único que llama a las cosas por su nombre.

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