No es que me guste sumarme a fastos ni albricias por aniversarios cumplidos, ni siquiera por el mío, que nunca celebré sino que me “celebraron” para fastidio propio, que siempre oculté cuidadosamente con el fin de no decepcionar. Pero en esta ocasión sí voy a sumarme con algún juicio sobre Felipe de Borbón y Grecia, al rematar el primero en su calidad de Rey de España. Lo sacaré de algunas viejas anécdotas vividas con la Familia Real (entonces, más extensa) durante mi pasado como periodista, y terminaré con un estrambote en prosa sobre la dicotomía Monarquía-República en este período tan delicado de nuestra Historia. ¿Por qué lo hago ahora…? Sinceramente, hay tantos enredando con este asunto, tanto libro bien trabajado, pero, asimismo, tanto panfleto construido con disparates, que no quiero quedarme del todo atrás.

 

De mi etapa en la corresponsalía de France Presse y, después, dirigiendo el semanario Sábado Gráfico, conservo la memoria de imborrables encuentros con el entonces Rey Juan Carlos, casi siempre convocados por él a través de uno de los hombres que más he querido y respetado en España, por más que ahora unos cuantos de los que entonces le bailaban el agua se hayan metido a cuestionarle: el general jurídico Sabino Fernández Campos, entonces Jefe de la Casa del Rey. Unas veces, pocas, las audiencias (respetaré la terminología protocolaria) fueron en su presencia. Otras, mano a mano.

Abandonado el periodismo, continué mi amistad con Sabino, pero dejé de acudir a la Zarzuela puesto que pocas historias, básicamente referidas a actividades de los políticos y a ciertos montajes en el mundillo financiero, podía contar ya al monarca que le interesaran. Además, sus necesidades de contrastar con concretos periodistas entonces de su confianza, informaciones o chauchaus que le llegaban, caducaron felizmente, una vez completada la depuración hecha en los servicios procedentes del franquismo.

No me resisto a contar aquí una historia del Rey ocurrida en una fecha que le consagró tanto entre nosotros, los españoles, como a nivel internacional: el 23 de febrero de 1981. Cuando el golpismo irrumpió en el Congreso de los Diputados, yo estacionaba mi coche en la plaza de Neptuno; caminé hacia la Cortes, y me vi interceptado por dos guardias civiles que me llevaron al Hotel Palace a punta de metralleta. Allí permanecí hasta que soltaron a la primera remesa de rehenes, compuesta por periodistas (fundamentalmente, corresponsales extranjeros) y el editor de “Sábado Gráfico”, Eugenio Suárez.

A él, la irrupción de aquellos extraviados le pilló junto a la centralita telefónica, donde le ordenaron tenderse y chupar moqueta. Al salir, descompuesto como los demás (el enviado del “Figaro”, Eugene Manonni, tartajeaba incoherencias en italiano porque se le había olvidado el francés, idioma en el que llevaba escribiendo treinta años), Suárez me informó, balbuceante, de su experiencia: “Fueron a buscar a Tejero, y acudió para hablar, justo a mi lado, con quién le llamaba: Miláns del Bosch, desde Valencia. De pronto se congestionó y bramó: Yo no he venido a jugarme la vida y el pan para ponerme a las órdenes del hijo de puta de Armada”.

Desde el mismo Palace, telefoneé a Zarzuela y le conté el asunto a Sabino. De pronto,  me dijo: “Repite todo a Su Majestad. Te paso”. Se puso el Rey y le recité las mismas palabras, que él fue repitiendo según me salían para que las escuchara alguien que estaba a su lado. Al terminar, me llegó la inconfundible voz de una Reina Sofía perceptiblemente furiosa: “¡Ya te dije que sólo podía ser cosa del cabrrrrito de Arrrrmada!” (con el inconfundible arrastre gutural germánico, acentuado por la emoción). Escuché entonces, casi en off,  la voz de un niño diciendo algo que no retuve, pero que me sirvió para confirmar lo que trascendió después: que el padre había ordenado al Príncipe Felipe vivir al pie del cañón aquella jornada que sería decisiva para la supervivencia dinástica y de nuestra joven democracia. Para que supiera, imaginé, lo que vale un peine. Por estos detalles, imposibles de falsificar, sonrío cada vez que algún listo especula aún sobre quién era el “elefante blanco” que debía protagonizar el desenlace del golpe.

Yo ya sabía bastante de aquella criatura, tanto por su padre como por Sabino, que tenía grandes y discretas esperanzas puestas en él debido a la rigurosa educación basada en el ineludible cumplimiento de su deber que le había imbuido su madre con la incorruptible rigidez prusiana. Anoto aquí el gran respeto y admiración que el general manifestaba hacia la Reina.

“Si no se malea, lo que no creo, este chico será un gran ser humano y, por tanto, un buen Rey”, me diagnosticó Sabino un día. Su propio padre me reconoció cierto anochecer, sentados frente a frente ante su mesa de despacho, que la disciplina venía de Doña Sofía. Fue porque sonó un teléfono, lo cogió y le oí decir: “No, no, Felipón, no te quedes estudiando hasta las tantas aunque tengas examen. Ahora, cenas y te acuestas, y si lo necesitas te levantas temprano”. A continuación, puso una de aquellas sonrisas entre ambiguas y guasonas en la que era un maestro y me soltó: “Ya verás, mañana vendrá La Griega y me caerá una bronca, por blando”. Yo, que había intentado levantarme para tomar una prudente distancia de la conversación, sin que me lo permitiera, puse cara de póker; pero, créanme, no sabía dónde meterme ante una escena tan familiar.

Otra anécdota directa con el actual Rey me sucedió en un escenario insólito: la zona VIP del “Ku” de Ibiza, cuando aún era una de las más bellas discotecas del Mediterráneo. Yo estaba con una conocida actriz cuando el Príncipe, acompañado por media docena de amigos de su edad, nos vio y se acercó a nuestra mesa para saludar (a ella le besó la mano) Después, se puso a bailar con su pandilla, justo frente a nosotros, en un trozo bien delimitado de aquel área. Al poco, vi llegar a Alberto de Mónaco y cuatro amigos (era el año en que alquiló un barco en el que, según el patrón, instaló a una tal Mercedes Licer y a varias colegas suyas a las que usaban como coartada). Claramente, buscaba a Felipe y, cuando le vio, hizo una seña y asomó un fotógrafo, cosa que estaba prohibida en el “Ku”.

Fue evidente que buscaba integrar las tropas y hacerse unas cuantas instantáneas en plan potpourri. Se lo advertí al Príncipe y éste, cuando ya el monegasco se dirigía hacia él con una sonrisa de triunfador, se escabulló con  su peña hasta la pista general, negra de gente. A ver: en aquella época la homosexualidad no gozaba de la aceptación de hoy, y Felipe de Borbón entendió que no podía permitir que se especulara con la imagen del heredero de la Corona española, como, al parecer, pretendía el del Principado de opereta. Pero lo hizo con tal habilidad que Alberto de Mónaco lo vio como accidental, y no hubo ofensa.

Al día siguiente, llamé al Rey y se lo conté. He de decir que se puso pavo por aquella forma impecable de salir del apuro. Le dije también con qué exquisitez había saludado a la actriz, y aun exudó más orgullo. “Este Felipón… Su madre le ha metido en vena portarse siempre como un caballero”, me comentó.

He tenido en stand by estas anécdotas porque no me pertenecían, estaban protegidas por el respeto al off the record que me metió en sangre la tradición de la AFP y he odiado y odio el chismorreo. Ocurre que los recuerdos que acabo de resumir son tan antiguos que a nadie pueden ya dañar, ni siquiera molestar. Hay muchos más, pero basta por ahora.

Sí abordaré, en cambio, el estrambote al que aludí sobre la polémica Monarquía-República que, de cuando en cuando, sacude nuestra sociedad. Y lo haré desde mi permanente idealismo republicano, pero también desde el pragmatismo de  un español que estudia cuidadosamente el entorno y exclama: “¡Osti, tú, aquí no se puede jugar con las cosas de comer!”.

La Monarquía desaparecerá de España cuando el Rey, sometido ahora a riguroso escrutinio público y no como antes, riegue fuera del tiesto, como hizo el anterior hasta el punto casi de cagarla (con perdón) en los  últimos (y no tan últimos) años, cuando ya era imposible jugar al escondite con ciertas torpezas.

Por suerte, no imagino que Felipe VI, con la preparación y los principios que le han inculcado, incurra en despropósitos de calibre. Y, menos, habiendo elegido para acompañarle en la vida y en el oficio a una Reina (paisana mía, además, y ya sabrán disculparme que así lo apunte) a la que su antigua profesión de periodista ha enseñado las más crudas caras de la realidad. Hasta ahora, una gran mayoría califica el desempeño de ambos como impecable. Nada hace aventurar que no sigan así, pero estaremos atentos.

¿Podemos (asimismo, con perdón) pensar en una República en este período histórico en que los partidos políticos parecen empeñados en demostrar que el entendimiento es imposible, incluso en asuntos vitales? Sería como presentar una instancia colectiva para que la inestabilidad que nos rodea afecte a la propia Jefatura del Estado, única institución que, hoy por hoy, predica lo que más falta nos hace: la búsqueda de la convivencia.

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