Abascal en una imagen de archivo

Le Pen arrasa en FranciaAlternativa por Alemania (esa fuerza política cuyo candidato cree que en las SS también había buenos chicos) se convierte en segunda fuerza política; y el ultranacionalista, xenófobo y euroescéptico FPO gana en Austria. El vértigo se consuma al saberse que en BruselasAmberes y Brujas, o sea la Bélgica opulenta, ya solo se vota a la extrema derecha o directamente a partidos neonazis.

Son algunos datos demoledores del huracán reaccionario que nos deja estas elecciones europeas. Habrá un antes y un después tras unos comicios que dan un veinte por ciento del global de las papeletas a partidos nostálgicos, supremacistas y racistas (alrededor de 181 eurodiputados). Y aunque se quedan aún lejos de la mayoría que da la posibilidad del bloqueo a las políticas salidas del Europarlamento, lo que está ocurriendo es un auténtico drama.

Uno de cada cuatro ciudadanos del viejo continente ha votado a partidos ultras. La imagen televisiva de un Macron derrotado disolviendo la Asamblea Nacional y convocando elecciones para el 30 de junio en primera vuelta lo dice todo. Es, no ya la decadencia de los valores ilustrados –la liberté, la egalité y la fraternité–, sino el hundimiento de la misma democracia, el derrumbamiento del sistema de derechos humanos tal como lo hemos conocido desde el Tratado de Roma de 1957 que dio origen a la Comunidad Económica Europea. Los últimos bastiones del mundo de ayer ceden y se resquebrajan ante el auge de los partidos nacionalpopulistas o fascistas posmodernos. Un terremoto de época en el que el voto joven, muchachos franceses de entre 16 y 24 años, ha sido determinante para la histórica victoria de Rassemblement National. Las nuevas generaciones (curiosamente esas que se han criado con la teta de la beca Erasmus) ya no sintonizan con el discurso de una Europa unida, una idea que no comprenden, que les huele a rancia y que les produce urticaria. Al contrario, se excitan con el ciberfascismo de las redes sociales, con las viejas banderas y un patrioterismo febril para paletos, el que les vende el establishment ultraderechista político y financiero. Qué lejos queda ya aquel Mayo francés, la última esperanza de una izquierda con capacidad real para cambiar las cosas.

Anoche, una pletórica Marine Le Pen afirmaba que está lista para gobernar y terminar con la inmigración masiva e irregular. Mientras tanto, en Vox no estaban tan eufóricos. Es cierto que la extrema derecha española encarnada en Abascal sube en votos (un 9,62 por ciento del escrutinio), pero no superan el ansiado techo de los 7 escaños (se quedan en 6), de modo que el seísmo producido más allá de los Pirineos deja una tenue réplica en la Península Ibérica y poco más. El Caudillo de Bilbao podrá presumir del vendaval de otros, del huracán de su admirada Le Pen, pero aquí, en la piel de toro, todavía no le compran los ajos, como diría el gran Sacristán. Es más, Alvise Pérez, el candidato del chiquipartido Se Acabó La Fiesta (SALF), le roba tres diputados. Una humillación, se mire por donde se mire, para una fuerza política como Vox que aspira a darle el putsch al sistema.

¿Es Spain different para bien al menos por una vez? Los demócratas no deberíamos respirar aliviados porque la amenaza es permanente y constante. El bipartidismo sobre el que se ha asentado el régimen del 78 ha dado una nueva muestra de agotamiento este 9J. El PP podría bajar hasta un 0,6 por ciento en sufragios respecto a las elecciones generales (un serio aviso para el ambiguo Feijóo), mientras que el PSOE se deja punto y medio en la gatera. Estos datos demuestran que la tarea de corrosión de la extrema derecha está siendo lenta pero eficaz. El enfermo no mejora, al contrario, empeora cada cuatro años. Elección tras elección, los dos viejos titanes de la política española no hacen sino constatar que mientras ellos se desangran en un navajeo encarnizado y cainita, el populismo posdemocrático sigue dando dentelladas en los tobillos a los dos moribundos gladiadores.

No hay que ser un avezado analista político para entender que, de continuar esta tendencia, más tarde o más temprano lo que está ocurriendo en Francia se repetirá en nuestro país. Es solo cuestión de tiempo que el ángel exterminador pase con su guadaña por delante de nuestras casas. A estas alturas ya deberíamos saber que el fenómeno de la nueva extrema derecha es altamente contagioso (se transmite con la facilidad de un virus), clónico (repite con eficacia modelos y liderazgos muy parecidos), inasequible al desaliento (trabajan a medio y largo plazo) y en constante crecimiento. El monstruo se alimenta de las negligencias, torpezas, arrogancias, corruptelas y desidias de los políticos tradicionales entregados a la dolce vita en sus confortables despachos. Muerde a ambos lados por igual: a la derechita cobarde y al zurdo culpable de todos los males de la humanidad. La extrema derecha sabe amasar a los sectores más antisistema de la sociedad: nostálgicos del franquismo, fanáticos religiosos contra el aborto, maltratadores hartos del feminismo, marginados de las bolsas de pobreza, agricultores empobrecidos de la España Vaciada, ganaderos venidos a menos por las directivas comunitarias, tractoristas con malos humos empeñados en acabar con la Agenda Verde 2030, policías resentidos, conspiranoicos fumados, terraplanistas tronados y negacionistas anticientíficos de todo tipo.

No hay discurso democrático que pueda contrarrestar el odio de tanta gente propalado como el ideario de una gran secta a través las redes sociales (también por algunos periódicos llamados serios y algunas antenas que trabajan ya, con descaro y sin complejos, a favor de la obra ultra). Abascal está lejos aún de lograr el éxito de Le Pen o Meloni y debemos felicitarnos por ello. Pero la sensación es que el partido no ha hecho más que comenzar y que, descartado ya el cordón sanitario a los fascistas (el mayor error político de Feijóo, que les ha abierto la puerta de las instituciones), es solo cuestión de tiempo que el chapapote nos llegue hasta el cuello más pronto que tarde. Que el mal solo dé la cara con un poco de fiebre en nuestro país no es como para estar tranquilos. El votante de derechas irá virando poco a poco a posiciones más duras y radicales; el de izquierdas se irá disolviendo en una socialdemocracia aguachirle que ofrece mucho debate bizantino y pocas soluciones a las cosas del comer. Será dentro de cuatro años, o de ocho, en unas elecciones generales o unas locales, pero al final todos cara al sol y haciendo el paso de la oca en la Plaza de Oriente

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