
Desde su fundación en 1928 por Jose María Escrivá de Balaguer, el Opus Dei ha gozado de una autonomía y un peso inusuales dentro de la Iglesia Católica. Como única «prelatura personal» (una jurisdicción eclesiástica no definida por territorio, sino por afinidad espiritual), sus miembros quedaban al margen de la estructura diocesana y reportaban directamente al Papa. Esa singularidad le confería amplias prerrogativas: su prelado podía ser consagrado obispo, disponía de estructuras financieras propias y ejercía influencia en los círculos más conservadores del Vaticano.
Todo eso se lo dio Juan Pablo II, un papa muy popular pero que en su supuesta afabilidad escondía un espíritu ultraconservador que, como bien afirmó un cardenal, «llenó estadios pero vació las iglesias». Durante su largo pontificado, el polaco concedió mucho poder a organizaciones ultracatólicas como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, estos últimos salpicados por escándalos de pedofilia.
Cuando Juan Pablo II promulgó la Constitución Apostólica Ut sit el 28 de noviembre de 1982, dio un paso histórico pero catastrófico para la Iglesia Católica: erigió al Opus Dei como primera y, hasta la fecha, única prelatura personal. Con este acto, reservó a la obra de Escrivá de Balaguer prerrogativas que ningún otro movimiento laical había disfrutado jamás, catapultando a sus líderes a una posición de influencia excepcional en el seno de la Curia romana.
La prelatura personal fue una figura canónica prevista por el Concilio Vaticano II, pero nunca desarrollada hasta 1982. A diferencia de las diócesis territoriales, una prelatura personal agrupa fieles por un vínculo espiritual, no geográfico. Por esta razón, el Opus quedó sujeto únicamente al Papa, esquivando el control de los obispos diocesanos locales. Sus sacerdotes pasaron a depender directamente del prelado del Opus Dei, con facultad para abrir seminarios y ordenar presbíteros en cualquier diócesis del mundo. Además, gozaron de normas internas aprobadas en Roma, distintas de los institutos de vida consagrada y los movimientos eclesiales. Estos privilegios institucionales situaron a Opus Dei en un plano de autonomía y visibilidad inédito.
Pablo VI había aceptado la petición de Escrivá para fundar un «activo cuerpo» de fieles laicos y presbíteros; pero fue Juan Pablo II quien promovió en 1992 la beatificación y la canonización diez años después de Escrivá, otorgándole así un reconocimiento oficial y protegiendo la identidad y el carisma de la prelatura. Además, el papa ultra polaco confirmó personalmente a los primeros dos prelados de la obra, Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, asegurando su continuidad y estableciendo la línea de sucesión dentro de la Curia.
Tal era la afección de Juan Pablo II por «la obra» que durante su pontificado apostó por pastores afines a la visión de Opus Dei en numerosas conferencias episcopales. Muchos obispos numerarios fueron elevados a diócesis clave, especialmente en Europa y Latinoamérica, con el mandato de «restaurar el orden» en territorios conflictivos. Numerarios y sacerdotes de la prelatura ocuparon puestos en Congragaciones de la Doctrina de la Fe, de Obispos y del Clero, canalizando decisiones doctrinales y pastorales. Este entramado articuló una cámara discreta de asesoría dentro de la Santa Sede, con acceso directo al pontífice y a las negociaciones diplomáticas.
Sin embargo, Francisco, como buen jesuita, no podía permitir esto y dio un puntapié al Opus al redefinir el estatus jurídico de «la obra» con la publicación en julio de 2022 del motu proprio Ad charisma tuendum que, entre otras cosas, puso fin del episcopado prelaticio, es decir, que los prelados ya no podrían ser consagrados como obispos sino que ostentarían el rango de Protonotario Apostólico Supernumerario. Por otro lado, Francisco decidió que la prelatura pasara del ámbito del Dicasterio para los Obispos al Dicasterio para el Clero, reduciendo su independencia y situándola bajo la misma disciplina que los institutos de vida consagrada.
El Opus Dei debió adaptar sus normas internas a la constitución apostólica Praedicate evangelium, limitando privilegios antes inamovibles. Estos cambios, oficialmente presentados como un «resguardo del carisma fundacional», tuvieron el efecto práctico de erosionar las salvaguardas canónicas que protegían a la prelatura frente al resto de la curia.
Al impedir que su prelado tenga la dignidad episcopal, Francisco atacó el símbolo más visible del poder de Opus Dei. La figura del obispo, con su mitra, anillo y púrpura, era emblema de autoridad en numerosos dicasterios y conferencias episcopales. Al suprimir esa investidura, relegó a sus líderes a un rango burocrático y sin asiento automático en los colegios de cardenales o sínodos vitales.
El impulso de Francisco por hacer más transparentes las finanzas vaticanas (que redujo los informes de actividad sospechosa en un 33 % en 2024) no se limitó a la Banca Vaticana (IOR), sino que extendió controles a organismos a menudo opacos, entre ellos las prelaturas personales, como el Opus Dei.
Bajo su mando, por un lado, se impuso la obligación de canalizar inversiones y tesorería a través de la Autoridad de Supervisión Financiera de la Santa Sede. En otro orden, cualquier operación relevante de Opus Dei quedó sujeta a auditorías externas y aprobación previa del Consejo de Economía.
Estas medidas contrarrestaron la independencia financiera de la prelatura, atrapándola en la misma red de rendición de cuentas que alcanzó a los dicasterios más prestigiosos.
Durante el papado de Benedicto XVI, numerarios y prelados de Opus Dei ocupaban cargos en congregaciones doctrinales, tribunales de la Rota y comisiones de liturgia. Francisco, apelando a criterios de «idoneidad y servicio humilde», optó por, en primer lugar, nombrar laicos y mujeres en puestos clave de la Curia; limitar la presencia de miembros de Opus Dei en comités de selección de obispos, donde su red de influencia era tradicionalmente muy activa. Como resultado, «la obra» perdió ribetes de «cámara de compensación» interna y pasó a ser un actor más entre tantos.
Opus Dei aceptó «con filial obediencia» las disposiciones, pero internamente su liderazgo expresó «desafíos pastorales» para mantener la identidad sin sus antiguas prerrogativas. Los analistas de política vaticana coinciden en que Francisco logró romper el monopolio de las doctrinas ultra conservadoras que Opus Dei promocionaba en seminarios y conferencias.
La prelatura debió reinventarse como asociación laical más integrada, renunciando a su aura de «círculo privilegiado».
Lejos de destruir su «carisma», Francisco desarmó las perniciosas estructuras de poder que permitían a Opus Dei operar casi al margen de la Curia. Al nivelar jurídicamente a todas las prelaturas y someterlas a los mismos controles administrativos y financieros, el Papa diluyó la excepcionalidad de la obra de Escrivá. Lo que nació como un órgano directamente dependiente de la Santa Sede se ha transformado en una comunidad laical más integrada, con menos influencia discrecional y una autoridad simbólica mucho más reducida. Tal y como ha señalado un sacerdote misionero a Diario16+, estas reformas provocaron que «se respire mucho mejor en la Iglesia, sin tanto fanático».