No vivimos el presente. Esa es la conclusión de un estudio realizado por el «Instituto de la Felicidad» de Dinamarca sobre usuarios de Facebook. Tras un periodo de 20 días de desintoxicación, todos afirmaban sentirse más felices. No se comparaban a los demás, no reducían su vida a rivalizar virtualmente ni escenificar vidas maravillosas. Sencillamente vivían: tenian más tiempo para ver amigos, salir a la calle y retomar un montón de hobbies y actividades placenteras.

La gente ya no disfruta las fiestas. Viven en la obsesión por el selfie con los famosos. Por dejar constancia de que estuvieron allí por encima de lo que la experiencia les podía reportar. En la gala de las Antenas de Oro pude comprobar como el interés de los fans de Iker Jiménez, María Teresa Campos o los actores de La que se avecina se centraba en la obsesión de fotografiarse con ellos. De poder presumir o demostrar de que estaban allí. Pero tras eso… desperdiciaban el momento que les brindaba tenerlos frente a frente. De conversar.

En las bodas, bautizos y demás eventos, pasa tres cuartos de lo mismo. Las primitas adolescentes desperdician más tiempo en el posado con su ropa nueva que en interactuar con los demás, porque lo importante es la fiesta paralela en Instagram o Tuenti.

En este ambiente de precampaña, la sociedad ya está agotada. Se ha expresado como nunca antes a través de las redes, se ha implicado en polémicas y se ha desahogado. Para otros queda la militancia presencial: manifestaciones, mitines y acciones directas. Los políticos van a tener que utilizar figuración con bocadillo para llenar las plazas de toros. Porque se nos va la fuerza por la tecla. Y hemos renunciado a la experiencia directa, por la vivencia a distancia.

Hay mucha diferencia entre lo que creo que hago y lo que de verdad deja constancia en el devenir de los acontecimientos. Y de ahí que los políticos han iniciado la precampaña con más hambre de viralidad que de otra cosa: las collejas de Rajoy, el ping-pong de Sánchez y la temeridad de Rivera. Es el mensaje más eficaz para ser recordado; otra cosa es que sea el más adecuado pero doctores tiene la Iglesia.

Los niños son incapaces de seguir una película de dibujos entera. En el AVE, medio de transporte que utilizo con frecuencia, los pequeños están hiperestimulados. En la pantalla proyectan una película de animación. Pero a la vez, su madre les facilita la tablet para ver videos de youtube y un iPhone para que jugueteen con más imágenes. El resultado es que desisten de todo, nada les interesa y nos encontramos a la generación con más hiperactivos de la historia. Porque no les parece que esté pasando nada único. Todo es susceptible de repetirse, una opción entre muchas. No tienen respeto por la sacralidad de una película: de principio a fín. No tienen la sensación de que aquello es un ritual y que el disfrute consiste en sumergirse en la experiencia, en jugar a ceder nuestra atención en una ficción para convertirla en una sensación casi vivida.

Quizá son reflexiones de alguien que rezaba ante el televisor para que pusieran más dibujos. Y que el consuelo venía de las emisiones en prueba de la UHF, en blanco y negro. La mitad de los lectores tendrán que recurrir a la Wikipedia para entender a que me refiero. Pero lo vivíamos tan intensamente, que pensábamos que los dibujos actuaban, como en el teatro, de manera exclusiva para nosotros en ese mismo instante. También a los niños de hoy en día, con tanta tecla, se les seca la imaginación.

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