Mucho se está escribiendo estos días sobre Rodrigo Rato, al que proclamaran en su día “mejor Ministro de Economía de la historia de la democracia española”, azote de la corrupción y de las amnistías fiscales que en tiempos tuvo un perfil de cegadora brillantez en su entrada de la Wikipedia.

Pero la gloria del mundo pasa y, en menos tiempo del necesario para hacer una transferencia bancaria a un paraíso fiscal, la vida se complica. Y así, sus viejos amigos hoy le dan la espalda y los admiradores que coreaban su nombre le abuchean a la puerta de un juzgado.

Político respetado por las mentes más preclaras –el presidente José Luis Rodríguez Zapatero avaló su candidatura como presidente del FMI-, se ha convertido en un gran borrón en el argumentario anti-corrupción de un Partido Popular enfangado en escándalos, un hereje de la regeneración moral de la política cuya presunción de inocencia arde en una pira alimentada con titulares de periódicos e indignación ciudadana.

Sin embargo, puede que haya una meditada estrategia de reafirmación personal detrás de los presuntos delitos de los que hablan la opinión pública y publicada. La clave está en la imagen que acompaña a estas líneas, en la que se ve a un Rodrigo Rato, con gesto melancólico, abrazado a una guitarra.

Al ver esa fotografía, mi imaginación emprende el vuelo y se posa sobre un joven Rodrigo que, años ha, sueña con protagonizar un gesto de rebeldía contra el futuro que le espera como miembro de una dinastía acaudalada. En su ensoñación, interpreta un larguísimo solo de guitarra eléctrica con el que acalla las voces que le indican el camino hacia la Universidad de Berkeley.

No pudo ser, pues los apellidos Rato y Figaredo pesaban demasiado, y nuestro personaje se vio abocado a un frustrante éxito empresarial y político del que ahora puede liberarse.

La suave música de los clubs y salas de fiesta en los que hacía uso de su tarjeta black no sirvieron para serenar sus reprimidos impulsos roqueros. Y, así, apoyándose en su mente privilegiada, quizás diseñara durante los últimos años un sofisticado plan para escapar de sí mismo, inmolándose en una espiral delictiva que, a la larga y si se demuestra su culpabilidad, le permitirá ocupar un hueco en el martirologio alternativo de la historia de la democracia española.

Así, en el futuro se reconocerá que fue Rato y no los nuevos profetas de la decencia política, quien encendió la mecha de la catártica explosión que hizo temblar los cimientos que soportan el edificio en cuyo ático la llamada casta disfruta de una fiesta sin fin.

Puede que, mientras un agente empujaba su cabeza al interior de un coche policial, Rato se imaginara emulando a Pete Townshend, emprendiéndola a guitarrazos con su brillante pero insatisfactorio pasado y, de paso, con el futuro electoral del partido en el que fue todo lo que nunca quiso ser. Al mismo tiempo, por los pasillos de la sede del PP en Génova quizás alguien canturreara, con alegría mal disimulada, la canción No future pensando en Mariano Rajoy.

Comprenderán ustedes que este texto es de ficción pero, siendo así, no se trata una fantasía mayor que las últimas décadas vividas por la ciudadanía española. Una triste historia salpicada de mentiras que se resquebraja con cada nuevo escándalo.

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