Mientras Pablo Iglesias bailaba en Chueca (Madrid) una especie de conga en pleno arrebato electoralista durante la celebración del Orgullo Gay y como anticipo de albricias por el éxito de su compadre Tsipras, los griegos (“timeo danaos et dona ferentes”, advirtió el sacerdote Laocoonte al ver el simpático penco de madera que les dejó Ulises para destruir Troya desde dentro) se disponían a dar a la Comunidad Europea la mayor puñalada de pícaro desde sus balbuceos, cuando se firmó el Tratado de Roma en 1957.

Más o menos, todo el mundo sabe el significado de ese verso de Virgilio: “temo a los griegos incluso cuando traen regalos”, pero merece la pena reflexionar un instante sobre él. Porque bien cierto es que -excepciones, incluso todo lo numerosas que se quiera, aparte- se trata de un pueblo curtido en la trampa, la astucia, la explotación de las contradicciones del adversario para, finalmente, agotar su resistencia y alcanzar el triunfo. En tiempos clásicos, la Niké (victoria) consistía en que una ciudad-Estado se volviera hegemónica mediante la expansión militar y el monopolio del comercio entre tanta isla y tanto estrecho. A veces, formaban Ligas. Pero duraban poco, porque la polis más fuerte -por turnos Atenas, Esparta, Tebas, Corinto, etc-, una vez liquidada la alianza rival, se dedicaba a putear, engañar, someter y explotar sin ningún escrúpulo a sus propios socios. Y vuelta a empezar. La historia interminable.

Pero llegaron a mandar, y mucho, en el Mediterráneo. Y es cierto que sus cabezas pensantes marcaron el rumbo de toda la creatividad occidental. Hasta que una pequeña aldea del Lacio llamada Roma creció, se hartó de sus intrigas, chalaneos y arraigado sentido del desorden, pegó un puñetazo en la mesa y se convirtió en la Troika de la época, metiéndolos en cintura. Nunca verán ustedes que a los helenos, como colectivo, se les ponga en ningún texto como ejemplo de laboriosidad ni de ejercicio solidario. Y eso que estamos hablando de la gran Hélade, no de lo de ahora.

Lo de ahora, lo definió en una entrevista la pasada semana el escritor Eduardo Mendoza con una frase lacónica -nunca mejor dicho-  que pone las cosas en su sitio: “Desde que murió Aristóteles los griegos no dan palo al agua”. Es cierto. Han vivido en Jauja, con las mejores jubilaciones, pensiones, vacaciones y el máximo desprecio a la palabra impuestos  de toda Europa.

Han sido las cigarras de la CE,  han consumido a mansalva los fondos comunitarios sin preocuparse de crear nada productivo, desarrollar industrias…¡Nada! Y ahora, con la llegada de esta Edad del Hielo de la economía. exigen -¡por favor, no piden, exigen, y ahí está el referéndum!- a las sociedades que han sabido ser hormigas que se sacrifiquen de nuevo por ellos; que vuelvan a aflojar la bolsa, porque los pobrecitos griegos se quedan sin posibles. ¿Quién dice que los osos hormigueros sean los reyes del morro?

Declaran que no les da la gana de pagar sus deudas y se ciscan en los compromisos que firmaron

Se dicen dispuestos a negociar en plan “razonable” –claro está, marcando ellos la amplitud de ese concepto-, declaran que no les da la gana de pagar sus deudas y se ciscan en los compromisos que firmaron; pero, eso sí,  que nadie les toque su estatus de socio.

Entiendo perfectamente que Podemos, el Frente Nacional francés, los rupturistas británicos y hasta Arturo Más vean en esta coyuntura la oportunidad soñada para proceder a la voladura de un orden que ha dado al continente la etapa más larga de paz y prosperidad que se ha conocido en más de medio siglo, pero en el que sienten que nunca mandarán. Quieren dinamitarlo porque todos ellos, juntos o por separado, son pescadores, y saben que les conviene remover las aguas hasta volverlas barro para alcanzar en la confusión  las ganancias que ansían.

Nadie dice que ese orden sea perfecto, pero admite correcciones consensuadas. Lo que no se puede hacer es poner en un gran teatro a un carterista a cuidar el guardarropa. Eso es Tsipras diciendo a Bruselas (o a Berlín, o al FMI) cómo debe negociar.

La sociedad europea tiene mucho de masoquista; bastantes de sus medios de comunicación cogen la pica y arrasan con el propio tejado por ese buenismo militante a que lleva la compasión mal concebida. Salvo los alemanes, holandeses, polacos (que han salido del basurero soviético convertidos en un país pujante) y unos cuantos más que han aprovechado la CE para ir superando la pobreza, aún hay unos cuantos que plantean como prioritaria la solidaridad con los pobrecitos griegos.  

En España empezamos a salir de una etapa de tinieblas económicas llevadas al paroxismo por la generosidad mesiánica con el dinero de todos de un gobernante iluminado y mitómano llamado José Luis Rodríguez Zapatero. El PP que sucedió en el poder a los socialistas hubo de hacer sus correspondientes deberes,  pero partiendo de un abismo que ZP intentó ocultar hasta el último momento a base de incontables mentiras a la griega. Rajoy y su equipo acometieron la tarea ímproba de tranquilizar a los acreedores europeos con el compromiso de una dolorosísima racionalización económica, que el español medio –que poco tiene que ver con los griegos, salvo en ciertas zonas del sur y determinados círculos sociales catalanes- cargó sobre sus espaldas. Con los lógicos gruñidos, pero con un espíritu que permite hoy avizorar la salida del túnel. Y eso que la dirigencia de la derecha en el Gobierno ha sido de todo menos ejemplar en el trajín privado de los fondos públicos. ¡Ay, si en vez de estar formados en la moral católica lo estuviéramos en la ética protestante…!

Pero ya estamos donde estamos. Y sólo el sectarismo ideológico de una izquierda comunistoide, castrista o chavista puede predicar una solidaridad con los pobrecitos griegos a costa de joder a los de verdad pobrecitos españoles la recogida paulatina del fruto de tanto sacrificio padecido. ¡Ni de coña! Hay que explicar alto y claro que eso no es solidario; es, sencillamente, estúpido. Y producto de una indignante manipulación.

Cuando se habla del Grexit es como si se mentara una plaga de langosta de Putt

Cuando se habla del Grexit es como si se mentara una plaga de langosta de Putt. Pero nadie lo razona explicándolo bien, ni lo cuantifica de verdad. ¿Por qué la evicción pura y simple de Grecia de un sistema que no ha querido y que no le va ha de significar el final de ese sistema? Me importa un bledo si hay por ahí un puñado de economistas –y hasta con dos o tres premios Nobel en la alineación, pero de riñón bien forrado- que se empeñan en contar que hay dinero pa tó, que lo que de verdad funciona es lo público, y que el alegre reparto de la riqueza incrementará la demanda interna, que se convertirá en la panacea de nuestros males.

Hasta que la pasta  se agote, claro. Y no piensen que el despilfarro manirroto duraría más allá de un par de años. Después, llegará el ya veremos. Esos doctores de la iglesia podemita y similares son la crema del más irresponsable izquierdismo que ansía chupar moqueta. Lo dicho: la filosofía de la cigarra en estado puro.

Sinceramente, espero que Ángela Merkel, Schaubel y los dirigentes del llamado núcleo duro sostengan el pulso que Tsipras, Iglesias y demás  compañeros del metal están echándoles. Y, si deciden ceder, que expliquen, de una vez por todas, por qué la expulsión del socio golfo puede acabar con el club, en vez de aprovechar para hacerlo más eficaz.

No pienso llorar si mañana me entero de que ha llegado el Grexit. Lloraré si prolongar este chuleo cuesta buena parte de sus ahorros y esfuerzos a los sacrificados españoles.

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