Martes, 19 de noviembre de 2019. Ocho de la mañana en la sede de la calle Génova, número 13, de Madrid. En mangas de camisa, el presidente del Gobierno y del partido, Albert Rivera, trabaja en su despacho de la séptima planta. Hace tiempo que de esa dependencia desaparecieron los retratos de las familias de Aznar y Rajoy. Sobre la mesa hay ahora dos fotografías: la de su mujer, Bea, la azafata con la que se casó dos años antes, siendo ya inquilino de la Moncloa, y la de la niña de sus ojos , Daniela, fruto de un primer matrimonio. Junto a las instantáneas, papeles y más papeles, casi todos con el membrete del partido mayoritario en España: Populares Ciudadanos.

Aunque es su cumpleaños -traspasa hoy la mítica barrera de los cuarenta-, trabaja Rivera sin descanso desde antes del amanecer en la preparación del debate a tres que esa noche tiene lugar en la televisión pública y que modera el sempiterno Manuel Campo Vidal. Enfrente estarán sus dos principales adversarios en las elecciones generales que se celebrarán cinco días después. Por un lado, Susana Díaz, que sustituyó en el liderazgo del PSOE a Pedro Sánchez por aclamación en las filas socialistas tras el batacazo de éste en los comicios legislativos de cuatro años antes; y, por otro, Pablo Iglesias, un joven veterano en la arena política que sigue curtiéndose en mil batallas contra la casta. En eso –y sólo en eso- Podemos no ha cambiado nada.

En un momento dado, Rivera aparta la vista de los documentos y se abstrae mirando un punto indeterminado de la pared. Sin casi quererlo, su mente divaga por el pasado. ¡Cómo le ha cambiado la vida en el último lustro! De repente rememora el aquel convulso 2015, el año del cambio de España y, en lo personal, el de su ascensión al olimpo político. A su cabeza llega la imagen de lo ocurrido en el mes de septiembre, cuando el Partido Popular se sometió una catarsis sin precedentes. Algunos hablaron de harakiri. Lo cierto fue que los barones del partido echaron sin contemplaciones a Mariano Rajoy en un congreso extraordinario y pusieron en su lugar a la savia nueva que representaba el emergente y valioso Pablo Casado.

Recuerda las intensas y duras negociaciones entre el joven líder del partido de la gaviota y él mismo para concurrir juntos a las elecciones que debían celebrarse tres meses después. Aplaudía el electorado de centro-derecha esa coalición entre el PP y Ciudadanos, porque sabía que era la única posibilidad de ganar en las urnas a las fuerzas de izquierdas, unidas en hermandad tras los comicios municipales y autonómicos del 24-M.

La verdad -todo sea dicho- es que él no creía en la viabilidad esa coalición. ¡Cómo dejar que el pez grande se comiese al chico! Ésa sería su tumba. Había que tirar al máximo de la cuerda. Y tuvo éxito. Forzó tanto durante las negociaciones que, al final, obtuvo el premio de ser el candidato de la coalición de centro-derecha a la Moncloa. Los patas negras del PP no lo pusieron fácil, pero Casado hizo un buen trabajo. Pablo sería su número dos. Ése era el trato. No hizo falta convocar primarias -no se presentó ningún otro candidato- y él fue designado en el primer puesto de la lista por Madrid. El gran salto estaba ya dado.

Rememora Rivera las jornadas de trabajo de catorce horas preparando con Casado el programa electoral con el que concurrir a los comicios, con atractivas ofertas para atraer el voto de los sectores de la población que habían abandonado al PP, como eran las clases medias y los jóvenes. Recuerda la confección de las candidaturas con dirigentes renovados de ambos partidos, en el que no cabía ningún corrupto.

A su cabeza vienen las imágenes del día de la votación y de lo movilizado que estaba el electorado de centro-derecha, temeroso de que volviese a ganar la izquierda como meses antes había hecho en los comicios autonómicos y municipales. Evoca el recuento de votos y el éxito de los 177 escaños al Congreso, dos más de la mayoría absoluta. No se olvida de que el mundo empresarial acogió con satisfacción la victoria. La Bolsa de Madrid subió aquel lunes nada menos de un cinco por ciento. A su mente viene la amabilidad de Angela Merkel, Barack Obama y otros líderes mundiales cuando le llamaron para felicitarle.

La Bolsa de Madrid acogió muy bien aquellas votaciones

Recuerda el debate de investidura y los dos hitos logrados con su juramento ante el rey Felipe VI: en primer lugar, con 35 años, ser el más joven presidente del Gobierno, superando a Felipe González, que lo fue con 41; y, en segundo término, ser el primer jefe del Ejecutivo de origen catalán. El sueño que no se pudo cumplir con la operación reformista de Miquel Roca, él sí lo había conseguido. En ese momento una sonrisa se dibujó en sus labios. El gran éxito conseguido durante su gestión al frente del timón del Estado –y del que más orgulloso se siente- es que se han acabado las veleidades independentistas de una parte de la sociedad catalana. Artur Mas ya es historia.

Por lo demás, la legislatura que ahora acaba ha sido difícil en lo institucional, con numerosas mociones de censura en ayuntamientos y comunidades autónomas. El PSOE y Podemos, en su pugna por liderar la izquierda, tienen continuos roces. En lo económico, las cosas fueron relativamente bien: se mantuvo el crecimiento por los buenos cimientos plantados por Rajoy (no es poca cosa lo que hizo bien el anterior presidente) y cayó –menos de lo deseado- la cifra de parados. En el plano político destacó la fusión entre los dos partidos del centro-derecha. La nueva formación pasó a llamarse Populares Ciudadanos.

El timbre de uno de los teléfonos fijos le saca de su abstracción. Su secretaria le anuncia que don Pablo Casado está al otro lado de la línea. Coge el teléfono Rivera y escucha la voz de su vicepresidente desde Moncloa. Siente que hay sintonía política entre ambos. Él solo estará, si vence en los comicios, otra legislatura más en el poder. En total, ocho años. Después será Casado el que lleve las riendas del partido. Populares Ciudadanos tiene un líder joven y preparado para mucho tiempo.

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