La mayoría de los candidatos a la presidencia han crecido con mucha tele a cuestas. Y se han rodeado de asesores y coach que les han instruido en las técnicas de oratoria y puesta en escena. Sin miedo a las cámaras, han llegado a un grado de obsesión con los códigos que han apartado la naturalidad en su estrategia para parecer robots.

No es ningún secreto que todos quieren ser Obama. Sara Largo, presidenta de la Asociación Española de Asesores de Imagen me explicaba hace poco que todo lo que hace el presidente norteamericano se convierte en norma. Cuando se quita la chaqueta, mantiene la corbata y se arremanga, lleva a su auditorio al éxtasis. Según la experta, Obama viene a decir: «Aquí estoy dispuesto a trabajar para vosotros».

Una vez más, los códigos yanquis tienen el reto de la traducción. Aquí ese look es de oficinista de Cuéntame. Así que el resulta difícil saber de qué manera encajan los símbolos en uno y otro lugar del planeta.

Las canas nunca sobran. Pueden ser una seña de identidad y aportan sensación de sabiduría y experiencia. Curiosamente en los últimos tiempos, a Rajoy se le han suavizado y a Sánchez se le han multiplicado.

Los mandamientos del asesor de imagen son muy sencillos en cuanto a indumentaria para una comparecencia catódica: Traje a medida (parece que este principio no ha calado y algunos parece que han heredado), en tonos neutros, camisa azul claro, corbata lisa o con unas discretas rayas (estrecha para los jóvenes y más ancha para los maduros) y zapatos de cordones. Hasta ahí, ya tenemos candidato vestido para asistir al debate más enconado.

Pero en cuanto a la actitud, en el lenguaje no verbal, el exceso de «conocimiento» les ha sorbido el seso como a Don Quijote. El grado de perfeccionamiento al que algunos quieren llegar, manual en mano y el  deseo de ser Obama ha llevado a actitudes aprendidas, muy poco naturales y creíbles. El director de una importante empresa editorial me confesaba que los candidatos parecían «robotizados». La misma conclusión a la que ha llegado este experto de la imagen masculina, han llegado muchos jóvenes que no acaban de identificarse con las nuevas hornadas (sean «emergentes» o «permanentes»). 

Rascarse la cabeza, quitarse la gafas o hacer una mueca no tiene penalización. Parece que han dado un curso para enfrentarse a primerísimos primeros planos en el cine de Hollywood. Las sonrisas son de chimpancé (dientes, dientes que dijo aquella). Y empiezan a mimetizarse como concursantes de un reallity.

Se nota que hay una nueva generación. Pero siguen haciendo sus alegatos en «politiqués» (el maestro Amando de Miguel acuñó el término, les remito a su bibliografía) y cuando quieren ser llanos y directos se aproximan peligrosamente a bar con peña de quinielas. Les nace un gañán del interior que choca con la compostura fingida. En el fondo, esto nos viene a decir que este oficio requiere un tiempo. Y al final, es mejor acabar parodiándose a uno mismo que terminar pareciendo un político fecundado «in vitro». Vamos, de laboratorio.

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