Hace apenas un año, una nueva formación irrumpía en nuestro panorama político con insólito ímpetu. “Arriba, abajo, arriba, abajo”, repetía mientras se abría hueco entre dos fuerzas políticas que se resistían a que unos desconocidos ultrajaran el, hasta entonces, apenas mancillado bipartidismo nacional. Pero, poco a poco, esta numantina defensa se derrumbó y el cuerpo electoral de la “casta” se rindió al empuje irresistible de Podemos.

Cada nueva encuesta de intención de voto reafirmaba aún más la confianza de este partido en su estrategia de seducción, apoyada en un discurso simple pero atrayente, resumible en 140 caracteres y un par de intervenciones en cualquiera de esas tertulias que sirven para llenar con gritos horas y horas de televisión. Frases mil veces repetidas pero que, hábilmente reformuladas, suenan nuevas a quien busca con desesperación una mano a la que asirse para afrontar el incierto futuro. 

Sin embargo, en este tiempo político tan perruno, en el que cada año equivale a siete, el acné ha dado paso pronto a las primeras arrugas y la enhiesta moral de granítica firmeza ha tornado en ánimo a media asta, en entusiasmo morcillón.

Podemos continúa cabalgando sobre la silueta que dibuja el bipartidismo en los estudios demoscópicos pero se echa en falta la fuerza que excitó a buena parte del electorado. El lugar que antes ocupó un corazón apasionado parece cobijar ahora un cerebro confundido, que vaga en círculos por áridos paisajes andaluces y exóticas playas caribeñas, por facturas y formularios.

Además, la renuencia al compromiso empieza a ser identificada como calculado donjuanismo y no como sincero enamoramiento. Impresión que se acrecienta con silencios y ausencias a los que solo podría hallar sentido uno de esos viejos pensadores cuyas ideas inspiran las arengas de Podemos. Un discurso que a, a falta de mayor concreción, podría ser reproducido en una taza de desayuno para empezar el día con descafeinada energía revolucionaria.

El 78 queda lejos, se empieza a pasar el arroz, y no están las carnes para fuegos de artificio mediático, píldoras informativas de impacto fugaz y posibles efectos indeseados, como cuando Pablo Iglesias rompe el protocolo del Parlamento Europeo para regalar la serie “Juego de tronos” al Rey Felipe VI.

No es de extrañar, pues, que en el lecho electoral haya encontrado rápido y holgado acomodo Ciudadanos, que supone otro excitante sobresalto para la fogosa anatomía electoral del país. Un cuerpo que empezaba a mirar al techo, aburrido por el monótono ritmo de los empellones dialécticos de Podemos. Y es que no hay físico que aguante esa intensidad impostada tras unos comienzos tan prometedores, cuando lo que pide la piel dolorida de la ciudadanía es una catártica experiencia, orgásmico cambio.

O quizás se conforme con un “recambio”, como el que dicen que representa la emergente figura de Albert Rivera, tan pulcra y aceptable hasta para la más exigente de las celestinas. Una imagen que contrasta con la de Pablo Iglesias, esa suerte de Cristo resucitado en un after hours que pasea su ceño fruncido por los pasillos de un Alcampo recién abierto al público en busca de Alka-Seltzer.  

El caso es que, por unas cosas u otras, la promiscua ciudadanía parece haber moderado su entusiasmo inicial por estos universitarios que, como todos los universitarios estudiosos pero no demasiado agraciados, resultan atractivos solo en las primeras citas, hasta que se cruza por el camino la saludable y bien contorneada figura de otro pretendiente, quizás de aspecto menos intelectual pero.. ¿a quién le importan los intelectuales?.

Desde luego no a los que mandan en el cortijo y que, una vez asumido el hecho de que la democracia española busca emociones fuertes, prefieren fomentar nuevas prácticas electorales que no se alejen demasiado de lo que consideran aceptable por el tradicional decoro.

Que una cosa es leer “50 sombras de Grey” y otra muy distinta comprarse un látigo y unas esposas con las que rodear las muñecas que asoman por las mangas del traje de látex.

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