Ayer, el mundo entero conoció la noticia de que 13 jóvenes —niños, casi— habían muerto en un tiroteo en la Universidad Umpqua, en Roseburg (Oregon). Otros veinte, heridos. El tirador, muerto.

Ayer el mundo entero se enteró de la noticia y al mundo entero, como siempre, le dio igual. A las personas, una a una, no. Pero al mundo le da todo igual. Al mundo le parece rutina. Y eso es lo que vino a decir anoche Barack Obama, en un discurso, como muchos de los que suele dar él, emocionante. Que ya basta de rutinas. Hagamos algo. Y yo me emocioné también, y pensé, qué bonito sería tener un presidente así, que pasa algo y dice algo. Y luego me fijé en sus ojos.

Puede que tenga una sonrisa deslumbrante, dientes enormes como teclas de piano en un rostro café con leche, pero últimamente ya no los destapa en esa sonrisa de oreja a oreja, quizás porque la gran mentira que era se ha destapado a su vez. Sus ojos no pueden esconderlo, llevan una carga de tristeza infinita e indisimulada. La tristeza del inútil por cuenta ajena.

Cuando le conocimos, cuando escuchamos hablar de él por primera vez, cuando leímos sus libros, todos compramos esa mentira. La audacia de la esperanza, se llamaba su primer libro. Esa audacia era un desafío a la al statu quo. Que la cantidad de melanina en la piel de una persona no determina su destino. Un presidente negro significaba una ruptura con siglos de opresión, con la vergüenza y el oprobio de aquellos cuyos padres viajaban en la parte de atrás del autobús e iban a cagar a cuartos de baño sólo para negros, que en vez de taza tenían un agujero en el suelo.

Para el país que estuvo a punto de romperse en dos para liberar esclavos, para el país que acribilló a tiros, molió a palos, quemó cruces en las puertas y se enfundó en blancos gorros puntiagudos para detener a aquellos que tuvieron un sueño, aquello era la culminación.

El mundo quiso reconocérselo. Algunos desde el ridículo, como nuestra Leire Pajín hablando de “acontecimiento histórico planetario”, al comparar a Obama con ZP. Otros desde la solemnidad, como el jurado del Nobel, imponiéndole el de la Paz a Obama. Todos entendimos que no se le estaba concediendo a él directamente, sino al pueblo que había apostado por la integración, la igualdad, la superación, por la audacia de la esperanza. Pero cuando Obama subió a recoger el premio, en su discurso no asumió lo evidente. Ahí comenzó la decepción.

Obama es alto y largo, fuma como un carretero y le gusta el baloncesto. Se esconde detrás de los arbustos del Rose Garden para que no le saquen con un pitillo en la mano y deja que le fotografíen con la pelota, porque eso es en definitiva lo que es un político, lo que es él. Alguien que domina la imagen propia a través de la construcción de un perfecto storytelling. El luchador por los derechos civiles, el símbolo de una nueva era… el gran fracaso. Es el mismo que incrementó la presencia en Afganistán, que asesinó extrajudicialmente a Osama Bin Laden. Es el mismo que autoriza el uso de drones que hacen bombardeos indiscriminados en Pakistán que han acabado con 844 muertos, 197 de ellos niños.

Obama esc como los girasoles: «Una realidad contada que es más hermosa que la propia realidad fehaciente y observada»

Pero la vida es tan puta y compleja que las manos que firmaron las autorizaciones de los ataques fueron las mismas que golpearon la mesa al firmar la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible, mientras su dueño decía: “It is LAW”, así, con mayúsculas, triunfante. Y cargado de razón. Y le amamos por ello.

Y luego supimos que nos espiaba a todos, que un tal Edward Snowden había tirado de la manta y que la NSA leía cada correo electrónico que escribimos, escudriñaba cada foto que subíamos a la red. Y Obama dijo que él era el usuario final de toda esa información. Como si ello supusiese una merma de la desconfianza. Y le odiamos por ello.

Y así, en el ciclo permanente de los medios, Obama se ha convertido en un señor que dice unas cosas y hace otras. Aunque a veces lo intenta. Es un necio por intentarlo, cuando nada está en sus manos.

Quizás Obama no sea más que una máscara y una mentira. Quizás no sea más que un político, que como los girasoles, tuerce el rostro hacia el sol que más calienta. O en realidad no, porque los girasoles no hacen eso. No es más que una preciosa leyenda urbana, como Obama. Una realidad contada que es más hermosa que la propia realidad fehaciente y observada.

Yo creo que Obama es la metáfora del siglo XXI. Aún existe la esperanza de que queden “héroes” que encuentren entre rueda de Prensa y sesión de fotos tiempo para luchar por nosotros. Pero tendrán las manos manchadas de sangre, de corrupción o de mierda mientras lo hacen. Y tendremos que aceptarlo.

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