Por extraño que suene hoy, hubo un momento en el que la franquicia cinematográfica de Misión: Imposible no era el laberinto codificadísimo que es hoy.

Hubo una primera película, la dirigida por Brian de Palma, en la que el tema de los agentes secretos rebeldes -constante inevitable en la serie- era relativamente novedoso (aunque para entonces, hasta James Bond, por ejemplo en su época Timothy Dalton, había vivido películas como agente al margen de su agencia), la estructura de atraco perfecto pero con alta tecnología y entornos de espionaje era una revolución y la idea de un blockbuster de autor era insospechada.

Pero Cruise, eterno productor y factótum de la franquicia, creía en la idea, y ha ido permitiendo que cada director de la serie la enfoque de una manera distinta. En las dos primeras entregas, De Palma elaboró una sofisticada reflexión sobre la mentira para todos los públicos que encaja con el resto de su filmografía, y John Woo puso en pie una catedral de esteticismo extremo, casi un ensayo abstracto sobre la imagen de la -de su- violencia. A pesar de que al segundo se le recibió con injustísimos palos, ambos sentaron las bases de algo que hoy tenemos como asumidísimo: se pueden manejar grandes presupuestos sin perder un toque personal. La diferencia entre hoy y entonces, claro está, es que entendemos a un “autor” de otra manera.

El problema con el que se encuentra Christopher McQuarrie, quizás, es que Brad Bird asentó en la anterior entrega unas reglas de oro que ahora resultan inamovibles, debido a que su autoría se basó en buscar la alquimia perfecta para una película basada en las set-pieces espectaculares. Es posible que lo consiguiera, porque Nación secreta no se separa demasiado de esa estructura, pero forzando un poco el tono que inadvertidamente toman las franquicias cuando no saben muy bien en qué dirección avanzar, el de la autoparodia. ¿Es eso un problema o una bajada de calidad en la serie? En absoluto, desde el momento en el que Nación secreta da todo lo que cabe esperar de una película de Misión: Imposible, si bien es cierto que falta algo de naturalidad entre los ingredientes de la coctelera.

Los gadgets insensatos, la trama más o menos relacionada con el concepto de “falso culpable”, las traiciones a varias bandas, los enormes edificios en los que el grupo de espías debe infiltrarse, los complejísimos planes y, por supuesto, bombásticas secuencias de combate y persecución se dan la mano con precisión matemática. En algunos casos, como la secuencia submarina o la persecución por las calles de Marruecos, con más que estimables resultados visuales. Hay algo de mecánico en su planteamiento y sucesión, de algún modo se encadenan de forma más episódica, menos orgánica que en la espléndida entrega de Brad Bird, pero no importa porque el ruido ahoga cualquier protesta y la emoción es legítima.

Donde se luce McQuarrie, eso sí, es en la espléndida secuencia del magnicidio en la ópera, una set-piece -esta sí- donde las piezas van encajando con armonía y la secuencia va evolucionando y transformándose con una naturalidad pasmosa, pasando los personajes de cazadores a cazados a gran velocidad, y con una nota final operística como idea de contrarreloj sabiamente robada a El hombre que sabía demasiado de Hitchcock. Porque eso, desde luego, es una habilidad que nunca se le ha podido negar a las Misión: Imposible: el tino para saber escoger sus referentes. Aunque quizás esta vez McQuarrie ha bebido demasiado de uno que puede conducir a un callejón sin salida: la propia franquicia de Misión: Imposible.

ficha

Misión: Imposible – Nación secreta

Christopher McQuarrie

2015

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