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La historia es cíclica y la historia muestra cómo la perversión de los imperios son la causa principal de su caída. Cuando eso se ha producido, los bárbaros llegan al poder. Esta es la situación actual en todo el mundo.

La democracia, como sistema donde los derechos y libertades garantizan el estado del bienestar para todos los ciudadanos, ha sido tiroteada por la clase política. Ellos han sido los que han pervertido el sistema de tal forma que están abriendo la puerta a los bárbaros.

Desde hace años se está viendo cómo están creciendo los populismos que ponen en duda la democracia misma. Ese tipo de movimientos no eran nuevos. Desde la década de los 70 del siglo XX proliferaron pero siempre eran una minoría. Sin embargo, la crisis de 2008 demostró la incapacidad y la perversión de la clase política. No era una cuestión ideológica. Tanto las derechas como las izquierdas son cómplices porque han sido incapaces de anteponer los intereses de la ciudadanía a otros. Los políticos trabajan para los políticos y, mientras esto sucede, el pueblo sufre.

Por esa razón se van haciendo fuertes esos movimientos populistas. En los primeros años tras la crisis fueron las extremas izquierdas, en algunos casos conformadas por formaciones anticapitalistas. Fracasaron estrepitosamente en el mismo momento en que llegaron al poder. Grecia, España, Italia son los mejores ejemplos de ello. Decían que iban a acabar con «la casta» y se convirtieron en casta en el mismo instante en que pisaron las mullidas alfombras.

El pueblo, nuevamente, sintió la decepción de que esos partidos de extrema izquierda se dedicaban a aprobar medidas ideológicas que no tenían una trasposición directa en el bienestar de los ciudadanos. Además, llegaron a mostrar tics autoritarios y, sobre todo, una carencia absoluta de conocimiento político. Buenas intenciones, malas soluciones.

Esa es la razón por la que, sobre todo después de la pandemia, ese desencanto ciudadano se ha trasladado hacia la extrema derecha y a colocar al sistema democrático como el principal causante de sus problemas. La ira ya no va contra los políticos, sino contra la misma democracia. Por eso ha ganado Donald Trump. Los análisis desde un punto de vista ideológico son ineficaces. No se trata de eso, es un fenómeno mucho más profundo y el principal culpable es la clase política que, con su indignidad, su inoperancia, su falta de escrúpulos y su anteposición de los intereses partidistas a los de los ciudadanos han matado a la democracia.

La victoria de Donald Trump es el reflejo de la sociedad actual. No hay más que mezclar la cultura del reality show con el populismo trufado de testosterona y con la desinformación, entonces obtienes a un presidente electo absolutamente despreciable que es la antítesis de lo que debiera ser una democracia liberal y cuyo único objetivo es la sustitución de este sistema por una plutocracia que oprimirá aún más a quienes se han creído la mentira del «antisistema». No hay más que ver a las personas que mencionó en su discurso de victoria: al hombre más rico del mundo, Elon Musk, que tiene una fortuna estimada en más de 250.000 millones de dólares obtenida principalmente de fondos públicos y de no pagar los impuestos que le corresponden, y al senador Robert Kennedy Jr., un niño pijo de la costa Este que ahora se ha metido en el papel de antivacunas.

En estas páginas se ha analizado repetidas veces sobre las causas del ascenso de la extrema derecha mundial. Es importante entender que esta tendencia global no es un tipo de política, sino una antipolítica. La extrema derecha encarnada por Vladimir Putin en Rusia, Victor Orban en Hungría, Nayib Bukele en El Salvador, Santiago Abascal y Alvise Pérez en España, Marine Le Pen en Francia o Giorgia Meloni en Italia, por citar algunos, está decidida a desmantelar la democracia. Desprecian las elecciones. Revisan, tuercen o socavan el orden constitucional.

Pero, sobre todo, desprecian el compromiso cívico que se encuentra en el corazón de las democracias prósperas. Reprimen a los disidentes, atacan a los manifestantes y purgan sin piedad al «enemigo interno». Esto es lo que Donald Trump ha prometido hacer esta vez, una política de exterminio similar al que aplican las autocracias con las que tan bien se lleva el nuevo presidente electo.

La campaña de Trump se basó, precisamente, en una retórica antigubernamental, teorías conspirativas e insinuaciones violentas para lograr dos cosas. Estas estrategias atrajeron a los descontentos a las urnas y empujaron a otros a no votar: a renunciar por completo a la política.

La rabia y la apatía son las dos modalidades de la política de las extremas derechas. Los leales expresan su ira, los apáticos se van y los disidentes siguen organizándose con la esperanza de evitar el escenario de la Rusia de Vladimir Putin o en la Venezuela de Nicolás Maduro: una oposición entera en el exilio o en la cárcel.

Ha habido países que han logrado frenar a los bárbaros con las herramientas de la democracia. Moldavia logró derrotar con éxito al candidato antidemocrático, prorruso y apoyado por multimillonarios. Brasil se deshizo de Bolsonaro. Los franceses se unieron para detener a Marine Le Pen en las urnas. Los españoles frenaron la llegada de la extrema derecha al gobierno, aunque luego las decisiones utilizadas por Pedro Sánchez fueran contrarias a la propia Constitución que juró cumplir y defender. Es posible parar a los bárbaros, pero para ello se necesita una catarsis absoluta de la clase política, tanto conservadora como progresista porque, los Estados Unidos, ricos, prósperos y arrogantes, no han logrado hacerlo.

La victoria sin paliativos de Trump ha provocado muchos señalamientos a raíz de la pérdida de todo el poder en Washington. Fue la misoginia. Fue el abandono del Partido Demócrata por parte de los hombres negros. Fue el voto de los blancos pobres en contra de sus propios intereses económicos. Fue el Colegio Electoral, el dinero de Elon Musk y la desinformación rusa. Fue la decisión de Joe Biden de presentarse de nuevo a las elecciones y el fracaso de Kamala Harris a la hora de explicar claramente sus posiciones.

Todo eso, por supuesto, pero también el fracaso del Partido Demócrata a la hora de comprender la ira que recorría el cuerpo político. Los demócratas no supieron traducir los avances económicos de los últimos cuatro años a un lenguaje que entendiera el pueblo y, sobre todo, que ese crecimiento económico hubiera llegado a las clases medias y trabajadoras. Dicho de otro modo, los avances ordinarios de un proceso político ordinario no resultaron inspiradores porque el mundo se encuentra en un momento pospolítico y los demócratas aún siguen jugando con las reglas de la política anterior a la crisis de 2008.

Los políticos han olvidado un hecho que en otras épocas era fundamental. El nivel de comprensión de la política es sorprendentemente bajo entre la ciudadanía. En Estados Unidos, según informan a Diario16+ miembros del Partido Demócrata, «no entendimos nada y no sería improbable que la gente hubiera apoyado más a Bernie [por el senador Sanders, declarado socialista] de lo que ha apoyado a Kamala porque ese mensaje más populista era el que estaba deseando escuchar el pueblo».

Lo peor es que se están cumpliendo los parámetros que en 2004 escribió Philip Roth en su novela La conjura contra América. Es un libro escalofriante que resuena tras la victoria de Trump.

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