Se hacía llamar la cow-girl , la vaquera. Ya la prosa apuntaba maneras. Era francesa, tenía 26 años, se llamaba Hasna Ait Boulahacen, y desde el pasado miércoles ostenta el dudoso honor de ser la primera mujer que se inmola en suelo occidental.

Como puede verse, el género no acredita ni la inteligente ni la brillantez ni el sentido común. Con esta zumbada se ha volatilizado la creencia que mantienen algunos sobre que si las mujeres decidieran el rumbo del mundo, no habría guerras. La vaquera se ha cargado los indios, las flechas y todo el fort apache. Eso, si es que realmente fue ella la que decidió inmolarse que, personalmente, lo dudo y me inclino más a pensar que fue inmolada por otra persona como hacen con muchas otras mujeres (e incluso niños) en territorio musulmán, aunque solo sea porque para los yihadistas la mujer ni siquiera tiene derecho a decidir cómo y cuándo morir. Ése es el nivel de estos artistas del terror y la sinrazón.

Lo cierto es que Hasna Ait se radicalizó en menos de seis meses. Sufrió una auténtica metamorfosis. Coleccionaba sombreros vaqueros, fumaba como un carretero, bebía como si no hubiera mañana, se drogaba todo lo que podía y un poco más, y le gusta más la fiesta que a Paris Hilton y a Pocholo juntos. Según la prensa británica, ni siquiera había leído el Corán, aunque en realidad podíamos decir que había leído poco, porque en una cabeza bien amueblada no entra la mierda sin ser vomitada de inmediato. Y por si aún faltaba algún derecho o libertad que hiciera fibrilar a los yihadistas, la vaquera también tenía novia. Todo un catálogo de pecados a ojos de los terroristas islamistas y que de haber vivido en Afganistán en vez de en Francia, le hubiese llevado a acabar con medio cuerpo enterrado en mitad de un estadio de futbol y lapidada hasta la muerte, agonizando durante varias horas porque , como bien reflejan los textos legales del país, las piedras no deben ser ni muy grandes ni muy pequeñas para que la mujer no muera demasiado pronto. Un día, la vaquera dijo que se iba a Siria, y cuando volvió lo hizo con el cerebro lavado y la cabeza envuelta en una hiyab, que más tarde convertiría en un burka. Y siento si hiere susceptibilidades, pero como en la mayoría de estos casos, el hábito sí hace al monje.

Su compañera sentimental le ha dicho al diario Le Figaro que estaba influenciada, que era vulnerable y frágil, que pasó una época muy difícil y que era una presa fácil para los yihadistas. Supongo que habla el amor y el cariño que un día le tuvo. Dan ganas de sentar a esta chica en una silla y decirle: mira mona, como todos los que pasamos épocas difíciles donde la vulnerabilidad y la fragilidad son compañeras de viajes, nos pongamos a inmolarnos, se nos acaba el mundo en dos patadas. Una cosa es analizar la situación para encontrar las soluciones y otra muy distinta es intentar buscar justificaciones prefabricadas y baratas para justificar la sinrazón. Cuando el mal se hace viral, el buenismo de fachada, lejos de abrazar la razón, se antoja ridículo.

El terrorismo yihadista, se llame Al Qaeda, ISIS, Daesh, o como quieran llamarlo -la sopa de letras que se nos está atragantando no ahoga la estupidez manifiesta de la yihad- llevaba mucho tiempo persiguiendo la “machada” de inmolar a una mujer. Hace años los servicios de inteligencia europeos lograron abortar la inmolación de una mujer estadounidense que fue captada para la yihad a través de internet. Era la candidata perfecta: una mujer rubia, alta, con ojos azules, vestida de manera occidental, lo que los terroristas denominaban una “cara limpia” que pudiera desplazarse con libertad sin levantar sospechas. Fue detenida minutos antes de inmolarse en suelo alemán, como pretendía hacer en nombre de Alá, que debe de estar clamando al cielo o jurando en arameo ante tanto salvapatrias aficionado que le ha salido.

Pero la mujer de la semana no debería ser la vaquera. Hay otra fémina que ha merecido mayor protagonismo, al menos en las redes sociales que han vuelto a hacer viral su intervención televisiva. Se trata de Wafa Sultan, la psicóloga árabe que en una entrevista concedida a la cadena Al-Yazeera el 21 de febrero de 2006, haciendo gala de su condición de musulmana, de mujer pero, sobre todo, de persona con gran sentido común y criterio, respondió de manera tajante a un presentador y a un imán que, ante la carencia de argumentos, ahogaba con gritos de “hereje, hereje” la embolia que le provocaba el ver a esa mujer hablando con la razón y no con la falta de ella. “El enfrentamiento al que estamos asistiendo en el mundo no es un enfrentamiento entre dos religiones o entre dos civilizaciones. Es un enfrentamiento entre dos eras, entre dos polos opuestos. Es un enfrentamiento entre una mentalidad que pertenece a la Edad Media y otra mentalidad que pertenece al siglo 21. En una enfrentamiento entre la civilización y el retraso, entre lo civilizado y lo primitivo, entre la barbarie y lo racional. Es un enfrentamiento entre la democracia y la dictadura, entre la libertad y la opresión. Un enfrentamiento entre los derechos humanos por una parte, y la violación de esos derechos por la otra. Un enfrentamiento entre los que tratan a las mujeres como bestias y aquellos que las tratan como seres humanos. Lo que vemos hoy en día no es un enfrentamiento entre civilizaciones. Las civilizaciones no se enfrentan sino que compiten”. Les recomiendo que vean y escuchen la intervención de esta mujer árabe que vale su peso en oro, y saquen sus propias conclusiones sobre la oratoria de esta mujer que termina diciéndole al imán que le acompaña en el programa de televisión: “Hermano, usted puede creer en las piedras, siempre que no me las arroje».

Una de las mejores frases que se han dicho esta semana la ha pronunciado otra mujer, una madre francesa, al borde de un llanto contenido porque llevaba de la mano a sus dos hijos. “No entiendo el terrorismo. Es de otra época”. Se ve que es cierto que el pasado siempre vuelve. Y suele hacerlo para mal.

Escuchando a estas dos últimas mujeres, uno entiende que las palabras puedan acallar las bombas. Diciendo esto, corro el riesgo de que la inocencia de un niño de tres años me calle como lo hizo un pequeño de origen vietnamita en París cuando su padre le intentaba explicar la barbarie ocurrida el 13 N y convencerle de que no debía tener miedo de vivir en Francia porque tenían flores y velas para protegerse. El pequeño, con una pasmosa sinceridad, le responde: “Sí, pero ellos tienen armas y son realmente malos. Las flores no sirven para nada”. O ha visto mucho Barrio Sésamo o no necesita ni verlo. Con permiso de Antoine de Saint-Exupéry, el Principito ha crecido en dos días.

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