Más allá de las grandes muestras de la XII edición de la Bienal de La Habana, hay una ciudad tomada por los pequeños gestos provocados por el art

Por Flora Domínguez

Ella toma la ruta de siempre. Día tras día en los últimos tres años camina más de un kilómetro de la casa al trabajo y viceversa. El mismo paisaje: la casa en que afilan cuchillos, el taller donde arreglan carros, los edificios en ruinas, los timbiriches, el portal donde, después de los cambios, venden accesorios para mascotas, la sede de Argos Teatro, la gente en su ir y venir… nada nuevo.

Como siempre, ha sido una larga jornada. Está cansada. Va con su pesada cartera y dos bolsas más. No quiere caminar, pero sigue las huellas de sus pasos diarios casi por inercia.

Esquina 20 de Mayo y Ayestarán. El parque frente al teatro tiene una presencia inusual. Unas cinco personas leen un cartel. La muchacha no se detiene, pero sonríe: «¡Eh, una obra de la Bienal aquí!», se dice. No se detiene, no sabe de qué artista se trata, pero disfruta la sorpresa. Es bueno ver a los vecinos interesados, quizás extrañados, pero en cualquier caso, satisfechos de sentir más de cerca el acontecimiento cultural que por estos días estremece La Habana.

Los niños agradecen aquel tobogán, un nuevo espacio de divertimento en tiempo de Bienal

Los medios de comunicación acuñan una frase que pareciera resumir todo cuanto ocurre en la capital cubana desde el 22 de mayo hasta el próximo 22 de junio: La Habana tomada por las artes. Pero más allá de las grandes muestras, de los performance más mediáticos, de las obras de Andy Warhol en el Museo de Bellas Artes, de la más grande exposición de arte contemporáneo cubano ubicada en las fortalezas de El Morro y La Cabaña en la llamada Zona Franca, la XII Bienal se transfigura en la sonrisa de la muchacha, los asombros de los vecinos, el ajetreo en el Parque Trillo en Centro Habana, la pared que antes formaba parte de un vertedero de basura en La Habana Vieja y ahora es un gran mural, con estrellas, grafittis y personas que cruzan la calle para ver de cerca. ¿Se puede pedir más?

Los lugares más insospechados son transformados por los artistas. Con sus propuestas e interpretaciones de la realidad sugieren y cambian. Los niños agradecen aquel tobogán, un nuevo espacio de divertimento en tiempo de Bienal. La obra dialoga especialmente con ellos, sin que lo noten del todo entre risas y gritos.

Ahora que lo piensa bien, ella no recuerda el Malecón cerrado a no ser para marchas y actos políticos. Sin embargo, desde el pasado 24 de mayo, cuando quedó oficialmente inaugurada la muestra Detrás del muro, la amplia avenida se convirtió en un paseo donde centenares de personas disfrutaron e interactuaron con las obras de esa propuesta. Dicen que será así cada fin de semana hasta el final de la Bienal.

El artista irlandés-estadounidense Duke Riley debe estar muy satisfecho. Su pista de patinaje ha sido un éxito rotundo. No solo el domingo estuvo repleta; el resto de los días, desde entonces, ha tenido a muchos esperando para vivir la experiencia. Apoyada por la Galería Magna de Nueva York, la iniciativa de Riley había despertado muchas expectativas. En esa esquina «fría» frente al mar, bajo el sol tropical, pareciera que nadie quiere perderse observar de qué se trata o, aunque no logren ponerse en pie en la pista de patinaje sobre hielo (ya sabemos que es un material sintético que lo imita), al menos tomarse la foto con los patines, burlando con ese acto lo cierto, como si esta isla no fuera un eterno verano, como si el «hielo» no fuera solo la quimera de una Bienal de estación.

Los habaneros perennes juegan a sorprenderse, a andar por las calles atentos

Además de las inauguraciones diarias, de que en cada jornada ocurre algo nuevo, los habaneros perennes y los que lo son por unos días de visita juegan a sorprenderse, a andar por las calles, atentos, porque en los sitios más insospechados pueden hallar, una pieza, una historia, un artista o aspirante a serlo, una puesta que pretende, como mínimo, la provocación. El poblado de Casa Blanca, por ejemplo, se suma por primera vez como sede oficial y allí está su estación intervenida; sus habitantes viven gustosos el ser parte de algo, convertirse, aunque solo sea por un mes, en el centro de atención de curiosos, artistas, visitantes…

«No hemos ido a la Bienal», se escucha decir a un grupo de jóvenes. Tal vez no lo saben a ciencia cierta, pero la Bienal está en todas partes: a su muy artístico modo, la Bienal halló los caminos de llegar a ellos. Cualquiera de las propuestas se convierte en pretexto para la reunión de amigos, el paseo familiar, la escapada de las clases o el trabajo, porque…«hay que subir las fotos a Facebook y a Twitter». ¿Se imaginan ese argumento entre los jóvenes en un país casi desconectado? ¿Cuántas «artes» precisa conseguirlo a plenitud? Buscan la manera y ahí están sus poses de Bienal.

Como fenómeno de masas que desacraliza el consumo artístico, estos días suponen muchas lecturas interesantes. Está la obra en sí y la reacción del público que completa la pieza. Uno de los sellos de la Bienal de La Habana es que no existe para circuitos de élites y mucho menos es arte solo para entendidos.

Ella, la muchacha de esta estampa habanera, mantiene la sonrisa y, en el tramo que camino que le queda, ha hecho un plan. Volverá al Malecón este fin de semana, se llegará hasta La Zona Franca, pasará por el Museo de Bellas Artes, sí, pero sobre todo, recorrerá la ciudad, esa Habana profunda, con ansias de más sorpresas. Tiene ganas de repetir, aunque sea para sí, esa frase del auténtico descubridor: «¡Eh, una obra de la Bienal aquí!».

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