La amenaza que se cierne sobre todos los regímenes democráticos es la reducción del debate político a una lucha de eslóganes en la que vence, obviamente, quien más medios tiene”

Gianni Vattino

No deja de ser chocante que en esta era de la comunicación los mensajes que se emiten y se reciben se muevan entre lo obvio y  lo trivial. Escuchando los discursos políticos, a menudo acude a nuestras mentes el consejo tan atinado de Wittgenstein: “cuando nada se tiene que decir, lo mejor es callarse”. La acción política requiere de esfuerzo intelectual y si se pone a las órdenes de los medios, sean éstos proclives o sean adversos, traicionará sus fines, servirá de veleta, pero no alcanzará ningún buen puerto.

Además, como si fuera un reflejo producto de la agorafobia, los fundamentalismos campan por sus respetos en un mundo que se dice “abierto a grandes horizontes culturales, éticos y sociales”.

Ante el poder desatado por las multinacionales  -las financieras, las de comunicación y las otras- dentro del caldo gordo de la globalización, la respuesta, absolutamente retórica, suele ser expresada demandando mayor capacidad de intervención política supra-nacional, sin que esta acumulación de buenas intenciones haya servido para engrosar otra cosa que el limbo, no tanto el de los justos, sino el de los ingenuos o los necios.

Y hablando de la España de hoy, en vísperas de unas elecciones decisivas, los discursos políticos están envueltos en publicidad y sometidos al dictado de los media. Y así es harto difícil  separar el trigo de la paja, porque todo se ha transformado en paja.  Veamos:

Cualquier trivialidad, devaneo o simple comentario al paso, si sale de la boca de un líder, y más si es uno de los nuevos, es recogido y repetido por tierra mar y aire, sin posibilidad de huida. A menudo los líderes se comportan como como auténticos trileros  de las palabras. Una parte de la agenda política queda así trucada. A lo que hay que añadir la afición de los medios por la “lucha libre”, que conduce a convertir cualquier discusión política en una pelea de gallos, donde no importan los argumentos y su veracidad, lo único que interesa es quién ha ganado “el combate”. Pero nunca se glosan las razones expuestas y jamás se comprueban los datos aportados.

Sin embargo, es preciso proseguir en la construcción de un discurso razonable y distinto, no adaptarse al medio, ni a los medios, pues tal intento estará destinado a la esterilidad.

Leyendo las intervenciones parlamentarias de Manuel Azaña durante la etapa republicana uno llega a la conclusión de que aquel hombre tenía la cabeza bien amueblada y usaba la palabra con tino y acierto. Era, sin duda, un buen parlamentario. Pero ahora los periodistas prefieren a Íñigo Errejón, a quien personalmente no le tengo ninguna inquina, pero sus intervenciones a veces me repugnan (decir que hay colas en los supermercados de Caracas porque a los venezolanos les sobra el dinero no es sólo una broma de mal gusto. Es una crueldad).

A finales del siglo XIX, muchos aseguraban que la “lucha final” se entablaría entre proletarios y burgueses. Poco queda de aquellos vaticinios. A mediados del siglo XX, un escritor llamado Arthur Koestler, un comunista que estuvo encerrado en las mazmorras de Franco durante la guerra española y que se salvó de milagro del “paseo”, renegando después del estalinismo, vino a decir con amargura irónica que la “lucha final” enfrentaría a los comunistas con los ex –comunistas.

La aparición de las grandes y oligopólicas sociedades multimedia (periódicos, radios, televisiones, libros, discos, películas…) cuya  capacidad de influencia ideológica, cultural, política y comercial es notable, no ha suscitado una sola normativa legal en España (si se exceptúa la chusca y sectaria “ley del fútbol” del PP) para impedir tales oligopolios. No es difícil pensar que si enfrentarse a una de esas empresas es arriesgado, por mucho que ésta abuse, hacerlo con todas, regulando de alguna forma su actividad en defensa de los derechos de los “peatones”, resulta ya imposible.

La vieja y buena idea según la cual el primer deber de toda prensa libre es el de criticar al poder, ¿en qué se ha convertido? Pues al inicio del siglo XXI lo primero que es preciso preguntarse es: ¿dónde está hoy el poder? Y no se trata de añorar el siglo XX. Ni sus guerras ni sus utopías totalitarias ni sus matanzas. Tampoco hay que afirmar que “todo lo real es racional”, porque muchas de las relaciones entre los hombres  (ya lo sé, también entre las mujeres), se puedan explicar racionalmente o no, distan muchísimo de ser razonables.

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