Cada día estoy más convencida de la razón que le asistía a mi abuela, ¿se acuerdan?, la misma que le decía a mi abuelo cuando el hombre intentaba ponerse zalamero, que ella no ponía la lavadora para un pingo.

Bien, pues esa misma mujer, que lucía hábito de duelo pero cabeza orteguiana, pensaba que el mundo estaba muy mal repartido. En realidad, ella decía algo más práctico, mucho más pragmático aunque puede que un tanto escatológico, como que Dios da mocos a quien no tiene pañuelo…, lo digo por respetar el dixit.

Solo hay que observar cómo tenemos el mundo. Hace unas horas una española era detenida en el aeropuerto de Málaga por su presunta vinculación con el terrorismo islámico. Quería viajar a Siria y allí dejarse llevar, o fluir, la verdad es que desconozco el término exacto que utilizan los captadores para lavarles el cerebro, pero lo hacen y muy bien.

No es la primera mujer abducida y tampoco será la última porque desde que hace años se abrió la veda para la captación de occidentales, ha sido un no parar. Hace apenas quince días era detenida otra joven, onubense de 22 años, en el aeropuerto de Barajas, cuya máxima ilusión era viajar hasta Siria, contraer matrimonio con un yihadista y entregarle su vida, en el más amplio sentido de la palabra. Y estos son solo dos casos, hay cientos, miles. Cada día son más las mujeres occidentales captadas por el terrorismo islámico. Es curioso, porque mientras las princesitas con vida resuelta e infancia feliz inician el camino al matadero que ellas llaman Paraíso, hay otras princesas reales que realizan el viaje contrario, como Malala Yousafzai , la joven afgana que con 15 años fue tiroteada por los talibanes por atreverse a defender el derecho a la educación de las niñas en los colegios de su aldea. Y aquí entra el pañuelo y los mocos de los que hablaba mi abuela.

Seguramente estas tres mujeres un día fueron normales, o al menos, eso se creyeron. Pero mientras Malala se va acercando cada vez más a una normalidad que la hace extraordinaria, siendo merecedora del Premio Nobel de la Paz y creando una Fundación con su nombre para luchar por los derechos de las mujeres, las dos españolas abandonan una normalidad que les viene de cuna para abrazar la anormalidad más absurda, artificial e impostada que una cabeza bien amueblada pueda imaginarse , para convertirse en objetos en manos de los terroristas y en cabezas huecas donde solo retumba el sonido del terror.

En realidades como éstas, las palabras del escritor Haruki Murakami tienen más sentido que nunca: “Lo que nos hace personas normales es saber que no somos normales”.

Cuando hace unos años la banda terrorista ETA sembraba de muertos nuestra realidad sesgando la vida de personas que solo aspiraban a vivir en la normalidad, los periodistas iban con sus cámaras y sus micrófonos para hablar con los vecinos y siempre encontraban la misma frase cuando les preguntaban por aquellos jóvenes que habían puesto el coche bomba, disparado un tiro en la nuca o, en el mejor de los casos, aquellos del tercero derecha que habían sido detenidos por la policía: “Era gente normal”. Eso contestaban los vecinos, extrañados de que las personas normales con las que se cruzaban a diario cuando salían a trabajar o a comprar el pan, resultasen ser terroristas. “Gente normal”. Una frase que se repetía una y otra vez, como un mantra con vocación de trampa.

A principios de esta semana, tres jóvenes de origen marroquí fueron detenidos porque según la policía tenían pensado atentar en Madrid en nombre del Estado Islámico. El comentario de los vecinos que se habían cruzado alguna vez con ellos resultó ser el mismo: parecían personas normales. De nuevo, la gente normal. Como si fuera tan sencillo serlo. Requiere de cierto grado de bondad, pero cuando no se tiene, como es el caso de los terroristas, antes de ETA y ahora del terrorismo islámico, precisa de un proceso estratégico, basado en una compleja red de mentiras, en tapaderas, en disfraces. Necesitan una doble vida, en la que hacerse pasar por ciudadanos normales y corrientes, que hablan del tiempo en el ascensor o que suben las bolsas de la compra a cualquier vecina.

Gente normal actuando con normalidad. Ese es el verdadero paraíso para cualquiera que tenga dos dedos de frente. Y es precisamente ese el que quieren hacer saltar por los aires para imponer su paraíso particular, ese que huye de la normalidad, de la tranquilidad, de la serenidad, de la sensatez, de la naturalidad, del buen juicio.

Martin Luther King creía que “el hombre nació en la barbarie, cuando matar a su semejante era una condición normal de la existencia. Se le otorgó una conciencia. Y ahora ha llegado el día en que la violencia hacia otro ser humano debe volverse tan aborrecible como comer la carne de otro”. Pues tendría que volver Luther King y echar un vistazo a cómo está el mundo, en una permanente guerra, que como dice Arturo Pérez Reverte, “es el estado normal del hombre”.

Creo que fue un psiquiatra el que dijo que la normalidad es otra excusa más para la sorpresa. Y si no era psiquiatra, le faltaba poco para serlo.

Al final va a ser verdad que la normalidad está sobrevalorada .

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