Es probable que la teoría de los vasos comunicantes sea aplicable a todo porque se trata de una ley física, a cuya disciplina no escapamos ni los seres humanos. En función de sus reglas, no existe la pluriubicuidad de los cuerpos porque para que uno ocupe lugar en un espacio cerrado ha de desplazar a otro. Si no, reventarían las juntas y se desencadenaría el caos. Esto vale para la materia sólida, la líquida y la gaseosa, pero también para el mundo de las ideas, que cabe en este otro enunciado: a toda acción sigue una reacción.

 

Entre los ambiguos Papados de la postguerra mundial (reacción, tras el ultramontano mandato de Pío XI), perfectos caldos de cultivo para el conformismo católico (Pío XII en su versión oficial, y Pablo VI, con su perpetuo “oremus” en los labios), vino la sorpresa Juan XXIII y su Concilio Vaticano II (nueva acción), que pretendió ser una especie de revolución desde la ortodoxia. Su inconveniente legado fue rápidamente abducido por los custodios de la Verdad Revelada, los jerarcas de la Curia, que redujeron a caspas sus tibios intentos revisionistas, salvo el relevo del latín como lengua vehicular en el culto por las llamadas vernáculas.  Cosa lógica porque la desatención del fiel al no entender ni torta en las misas contribuía a vaciar los templos. Pero para nada Juan el Bueno entró en temas abstrusos como las violaciones y abusos de menores en seminarios, colegios y otras organizaciones dirigidas por el “Padre Félix” de turno. Ni tampoco en otras injustificables charcas que aún tiene pendientes la llamada Santa Sede.

Hubo uno que sí se creyó la milonga de la puesta al día de la Iglesia, y no era argentino: Juan Pablo I. El patriarca de Venecia Albino Luciani ocupó el llamado solio de San Pedro tan sólo 33 días, al cabo de los cuales falleció. De muerte natural, según los crédulos; asesinado por haber exigido cuentas al siniestro cardenal Marzinkus sobre los dineros de la Santa Sede que administraba la Mafia, según los escépticos informados. Pienso que este episodio está bastante bien contado por Coppola en “El Padrino 3”, aunque existen versiones más descarnadas y realistas.  

El simple amago de acción de ese desventurado e ingenuo pontífice provocó el rearme (reacción) del Sacro Colegio Cardenalicio que, bajo la presunta inspiración de esa entelequia llamada Espíritu Santo, eligió como sucesor a un musculoso profeta de los más reaccionarios valores occidentales, el militante polaco Wojtyla, Juan Pablo II para la miscelánea, con el fin de terminar con las blandenguerías izquierdosas procedentes de América Latina, movilizar una cruzada antisoviética controlada y financiada por la CIA y renovar su liderazgo espiritual “urbe et orbi”.

El éxito perduró durante 27 años, y fue deslumbrante para quienes se movían en su órbita. Tanto que el cónclave de cardenales juzgó que, fortalecida la Iglesia en lo político de forma extraordinaria, había que evitar una alternancia ideológica que averiase los logros de quien había sido un perfecto y útil reaccionario. Tras muchas vueltas, se eligió a un anciano inmovilista, Ratzinger, designado con el nombre de Benedicto XVI, cuyo jubilado fantasma aún se pasea por su retiro vaticano.

Sólo cuando tuvieron al candidato ideal para dar una sacudida al árbol a fin de que cayesen las viejas y estériles nueces que colgaban de él, permitieron al decrépito y ya casi entrañable santón una retirada que le evitó repetir sus últimas apariciones, calificadas de patéticas. El sustituto tendría que aparecer ante la humanidad entera como un revulsivo: hombre cercano al pueblo, solidario con las víctimas de una crisis desencadenada por el atrabiliario capitalismo de Wall Street, dispuesto a renunciar a muchos de los topicazos propios de la Inquisición en que se mueven numerosos obispos y curas del mundo entero, en especial en España.

Ese portento de humildad capaz de pillar a contrapié a quienes tildan a la Iglesia de elitista y de servidora del poder y del dinero era Jorge Mario Bergoglio, americano, sudaca y de habla hispana. Su nombre ya había sonado cuando designaron a Ratzinger, pero entonces la Iglesia, todavía viviendo de las rentas del huracán Wojtyla, estimó que no había llegado su momento y decidió darle un tiempo para apuntalar la leyenda que habían empezado a construirle.

Esa leyenda, hoy, dice que es un progre, le adjudica actuaciones contra la dictadura militar en La Argentina que nadie ha demostrado hasta la fecha, lo proponen como un revolucionario de dogmas y hábitos eclesiásticos que se habían quedado secos y erosionaban seriamente la posibilidad de que los siglos continúen sin prevalecer contra ella. De esos dogmas precisamente, y eso sí se ha podido demostrar hasta el hartazgo, era Bergoglio uno de los más consumados defensores durante la vida pastoral y episcopal en su país.

¿Qué ha pasado? ¿Acaso, lo que a aquel que definió como religión universal las prédicas de Jesús el Judío, Saulo de Tarso, cuando un día se le cayeron las escamas de los ojos? Es posible, más poco probable. Pienso –y en este tema obsérvese que me pronuncio siempre en primera persona porque respeto al límite las creencias ajenas, pero tengo las propias- que está representando el papel de renovación, urgente pero cosmética, que se le adjudicó. A medida que en las Conferencias Episcopales se impone la savia nueva y que cuatro o cinco aireados castigos a atropellos terminan de construir su biografía popular, veremos como esos detalles vendedores de Bergoglio escasean.

Su visita a Cuba es una muestra perfecta: ¿quiénes son los palmeros de este pontífice más convenientes en el mundo para depurar a la Iglesia de su imagen de servidora del dinero y el poder? Los teóricos izquierdistas, pero proclives a la tiranía. Los Maduro, Kirtchner, Pablo Iglesias…

Y los célebres hermanos Castro.

¿Han visto ustedes en la actual visita de este Papa a Cuba un solo detalle para sacar de las cárceles y de la vida clandestina a los que se juegan desde hace años vida y hacienda para reclamar libertad y democracia en la isla? No, ¿verdad? El guion para América Latina está escrito con otros renglones. En él se unen acción (su primera fase de humildad, campechanía y depuración de vicios) y reacción (nueva fase de instrumento útil para restaurar la influencia perdida por el Vaticano en América Latina ante las Iglesias Evangélicas a base de pactar con los poderes establecidos)

Al fin y al cabo –siempre desde una cuestionable opinión personal-, el Espíritu Santo esta vez viaja en todoterreno.

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