Las vías de un tren siempre han tenido un trazo existencial, como si sus raíles fueran las líneas dibujadas por el destino. Es el inicio o el final de un camino que se inicia por motivación propia o porque te obligan a ello. Pero la vida cambia bruscamente los planes de viaje y el halo romántico que puede envolver la imagen de una estación de tren, se evapora cuando eres tú quien desgasta las vías y haces propio el pensamiento de Ramón Gómez de la Serna: “Entre los carriles de las vías del tren, crecen flores suicidas”.

Los trenes no nos han traído siempre finales bonitos, quizá porque la realidad supera la ficción y le retira el halo novelesco. Los nazis construyeron una vía de tren que entraba directamente a los hornos crematorios de Auschwitz II y durante el terror rojo de Stalin, millones de personas fueron obligadas a viajar en las perores condiciones en los trenes conocidos como vagón zack, los temidos stolypin cuyo uso empezó a popularizarse bajo el mandato de Pyotr Stolypin, ministro del interior y primer ministro del zar Nicolás II de Rusia. Viajar en esos trenes era una condena a muerte, sin apenas aire, comida, agua y con una temperatura no apta para la supervivencia humana. Si se superaba el viaje tampoco servía de mucho porque el destino final era el campo de exterminio. Eran los trenes de la muerte que en su día fueron diseñados para el transporte de ganado.

Es inevitable pensar en esas imágenes de nuestra historia más reciente cuando vemos familias enteras de sirios caminando por las vías de un tren que,  o no llega o ya ha pasado. Lo suyo no es un viaje, es una huida permanente. Cientos de miles de personas atraviesan campos de trigo, cruzan el Mediterráneo, se esconden en el interior de camiones de transporte de empresas de carne avícola o siguen los raíles de un tren como si fueran el mapa de la tierra prometida, todo bajo la atenta mirada de las mafias que se frotan las manos en el dolor ajeno y de la policía de frontera de los países europeos que también utilizan las manos – cuando no algo más – para empujar a los refugiados e impedir su avance. Pero ellos siguen avanzando y con el convencimiento de nunca mirar atrás. “Acabar en una estación con corrientes de aire y luz de lámparas cuando los trenes ya se han ido, las vías húmedas desnudas y tensas como yo, toda atención por si tus pasos me siguen, me antes muerto que mirar hacia atrás…” Así lo escribió el poeta irlandés y Premio Nobel de Literatura en 1995, Seamus Heaney y así lo viven hoy miles de sirios .

Si morimos no perdemos nada”. Es la confesión de un hombre sirio que no duda en trepar por uno de los laterales del tren, encaramarse a la ventanilla e intentar introducir su cuerpo en ella, no para buscar un hueco para él, sino para meter a su hijo, de apenas unos meses de vida. En el vagón la multitud desafía el espacio y hace saltar sus dimensiones. Estos días estamos viendo como las dimensiones del mundo saltan por los aires, como lo haría las compuertas de una presa  presionadas por toneladas de agua. Aquí las compuertas son personas como cualquiera de nosotros y las toneladas de agua son la guerra, la amenaza del IS y la muerte segura. Por eso nadie se extraña de escuchar algo tan demoledor como que “si morimos no perdemos nada”. Es el peso de la realidad.

Vienen andando una vida, recorren medio mapamundi, tragándose el polvo de la ruta, con la impotencia de ver como unos lunáticos les han echado de su mundo, de su hogar, les han privado de su vida y condenado a muerte. Llevan caminando días, sino semanas, meses, una travesía que realizan sin la seguridad de hacer camino al andar, obviando el mensaje machadiano, porque lo más seguro es que tengan que andar lo desandado.  Decía el poeta argentino Roberto Juarroz que “de ningún viaje se vuelve”. Pero ellos siguen, arrastran la vida, el pasado, el presente, y el futuro, y junto a toda esa carga, también tiran de la familia, portan a sus bebés en brazos y tiran de sus hijos pequeños a los que agarran de la camiseta para que no se pierdan.

¿Es que Europa va a permitir esto? ¿Es que no están viendo lo que sucede? ¿No se dan cuenta los españoles, los alemanes, los franceses, los italianos que mañana les puede pasar a ellos?

Se dirigen a la frontera Serbia, se han aprendido de memoria el nombre de Macedonia, sin ser conscientes de los juegos macabros del destino. En ese mismo lugar, a mediados de los años 90, miles de refugiados se agolpaban con la misma desesperación que ellos, con el mismo gesto mezcla de miedo e incredulidad en los ojos, como si no creyeran que eso que habían visto tantas veces en la televisión les estuviera pasando a ellos. Miles de refugiados bosnios y croatas huyendo de la guerra de los Balcanes, una de las guerras más vergonzosas, (si es que hay alguna que no lo sea) que nació fruto de la sinrazón de unos pocos en el corazón de Europa , mientras sus países miembros observaban en televisión las imágenes de matanzas indiscriminadas en los mercados o como mujeres cruzaban la avenida de Sarajevo con sus hijos en brazos y caían abatidas por la bala de un francotirador. Recuerdo el gesto de incomprensión de una mujer bosnia que solo acertaba a preguntar: “¿Es que Europa va a permitir esto? ¿Es que no están viendo lo que sucede? ¿No se dan cuenta los españoles, los alemanes, los franceses, los italianos que mañana les puede pasar a ellos?”.  

Quizá alguno de los sirios que contemplaban en su día esas imágenes y escuchaban la pregunta desgarradora de la mujer bosnia, son los que ahora recorren las vías desiertas del tren. Ahora son ellos los que preguntan: “¿Es que Europa va a permitir esto? ¿Por qué España, Francia, Alemania no quieren a los refugiados sirios?”. Como respuesta, la Comisión Europea critica la inacción de los países de los Balcanes. «Esos países que aspiran a entrar en la UE deben entender que forman parte del problema y que deben ayudarnos a gestionar las migraciones», ha dicho el comisario de Interior, Dimitris Avramopoulo. Es sencillo, incluso para un comisario de Interior europeo. Quizá  se estén vengando o respondiendo de la misma manera que Europa les trató a ellos: mirando hacia otro lado, diciendo que era un problema propio de un pueblo, que tenía que solucionar su pueblo.

Y mientras esto sucede en Europa, aquí en España se metía en la cárcel a una abuela sexagenaria, Josefa, por no haber demolido una insignificante parte de una mísera construcción a la que se empeñaba en llamar casa porque allí mantenía a sus hijos y nietos. El mundo está loco y más que le estamos volviendo entre todos. Decía Josefa que los propios presos le preguntaban qué hacía ella allí, que aquel no era lugar para ella. Exactamente lo mismo que les dicen en las fronteras a los refugiados que dejan su vida atrás. Josefa ha salido del lugar donde no le correspondía estar, diga la ley lo que diga, y se empeñe una jueza sustituta en lo que se empeñe. Miles, millones de refugiados han salido de un lugar donde les correspondía estar y no pueden entrar en un lugar donde les dicen que no les corresponde estar. Cualquiera diría que hemos perdido nuestro lugar en el mundo.

Imagen | Flickr – Janet Ramsden

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