Se veía venir. Al final, la democracia era realmente esto. Un ansia incontenible de libertad; un deseo vehemente e irreprimible de justicia e igualdad; una exigencia irrenunciable de responsabilidad; una voluntad inquebrantable de identidad, soberanía y poder popular; la posibilidad cierta de que seamos dueños de nuestro destino.

Cuando el pueblo se expresa cualquier cosa puede suceder. El pensamiento se abre camino para garantizar un futuro en el que otro mundo es posible. Durante días nos hemos preguntado qué es lo que pasa, dónde está el pueblo, por qué le dimos la espalda a la dignidad y la conciencia durante los 16 años del PLD y nos conformamos con ser esclavos. Nos equivocamos. Se estaba incubando el germen de la indignación que ha eclosionado ahora en la revuelta y la insurrección civil. Acción y resistencia pacífica. Detonante y aceleración.

Los políticos estaban ciegos, no querían ver lo que pasaba y ahora, cuando la calle despierta de un letargo de 16 años, de su indiferencia, y pide a gritos que alguien escuche, se han vuelto sordos: no quieren oír el clamor del pueblo. No son antisistema, es el propio sistema que se renueva. No tienen miedo pero su rabia atemoriza al poder, que se siente amenazado en sus privilegios y en su impunidad. Este movimiento popular espontáneo ha sacudido la columna vertebral de la democracia y no parará hasta que alumbremos un nuevo modelo.

El descontento ha sido el primer paso. Aquellos que, durante los 16 años de gobiernos del PLD, llegaron a creer que todo valía, que daba igual, que confundieron al pueblo con la masa, adocenada y homogeneizada, ignoraron que cuando se atropella al ciudadano, cuando se pisotean sus derechos y se les niega el pan y la sal, el pueblo despierta, se vuelve militante de la noche a la mañana, recobra el espíritu de unidad, se hace fuerte y, sin apenas proponérselo, asume el compromiso.

Los políticos tuvieron su oportunidad y la han tirado por la ventana haciendo añicos la esperanza. No han sido capaces de esgrimir una sola idea, un atisbo de programa electoral, el más ramplón proyecto político con el que ilusionar a los que comenzaron de repente a dudar del futuro porque se sintieron prisioneros de un presente sin horizontes, sin oportunidades, rehenes del pensamiento único, humillados por la corrupción de un modelo que no funciona porque el poder no quiere que funcione. Estaba más interesado en seguir gobernando bajo el signo del miedo y el discurso del terror que en regenerar una democracia cuyos principios éticos eran tan escasos que apenas tapaban sus vergüenzas.

La libertad que el PLD nos concedía era la del zorro en el gallinero. Pese a que la protesta es colectiva, ciudadana, ha sido necesario que cada individuo, en nombre de su propia libertad, conciencia y dignidad, se involucrara en esta causa justa de forma personal y única.

El pueblo puede manifestarse por medio de emociones, pero el compromiso con el cambio tiene que ser individual porque el poder que se quiere derribar y recuperar está legitimado para gobernar a los pueblos, pero la responsabilidad individual no puede ser impuesta por el poder investido de autoridad. Esa responsabilidad individual enmarca la obligación moral de responder por las consecuencias de nuestros actos y también de nuestras omisiones. La historia la construyen los pueblos pero los grandes momentos históricos son fruto de la acción individual y de la suma de voluntades.

Ha llegado el momento de responder ante la historia. Rompamos de una vez el cómplice silencio a través de la razón sin miedo desde la ideología de la Conciencia Social Colectiva. Como Stéphane Hessel, sobreviviente de los campos de exterminio nazi, redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y autor del manifiesto «¡Indignaos!», la proclama de la rebelión. 

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