Considero que renunciar a aplicar en Cataluña (o donde las circunstancias lo exijan) el artículo 155 de la Constitución para frenar una sedición desafiante y descarada, o a poner a sus dirigentes alzados ante la realidad de un Código Penal que están vulnerando mientras piensan que “no se atreverán”, se trataría de una intolerable dejación de funciones.

Sería como si el sheriff Will Kane (Gary Cooper) saliera en Solo ante el peligro a enfrentarse al siniestro Frank Miller (Ian Mcdonald), llegado a Hadleyville para matarle, abandonando su revolver en la oficina, y únicamente armado con misal y rosario con el fin de despertar su inexistente bondad. No sólo sonaría a suicida, sino a propio de gilipollas. Y, encima, tal acto de buenismo tontorrón le convertiría en un desleal para con la ley que jurara defender.

Entiendo que Durán i Lleida, que interpreta “Entre dos aguas” con más virtuosismo que lo hizo Paco de Lucía, solicitase personalmente a Rajoy esa rendición, y lo publicitara enseguida. Está en la entraña misma de su improbable resurrección que Mas y Convergencia se fragmenten en gravilla tras el choque con ese meteorito llamado Constitución, y recoger algunos restos para seguir en la vida política. Y sabe que el “catalanismo moderado”, hoy desaparecido en la oleada de loca utopía promovida por el delfín de Jordi “Corleone” Pujol, no le perdonaría un silencio sobre esos dos capítulos, si la sensatez se restablece.

Entiendo que Pedro Sánchez (anchoa del bocadillo cuyas irreconciliables rebanadas de pan son Susana Díaz, untada con sabrosa aceite de oliva, y el PSC, impregnado de indefinible margarina) entone un día el “todo por la patria” y dé a entender al siguiente que no ve claro lo de “a patria”. Forma parte de sus contradicciones, irrelevancia, falta de criterio y angustia por obtener el 20-D un flojo resultado que cohesione y movilice el “frente de barones” que desean entregar a la guillotina su, sin duda, hermosa cabeza. Es, por tanto, normal que, tras gritar a los cuatro vientos que “España no se toca”, recule a posiciones amuralladas en cuanto se mencionan los únicos instrumentos de que dispone el Estado en la última línea de defensa de su integridad: el 155 y el Código Penal. Ese “sí, pero no; no, pero sí” suyo es consecuente en un personaje incapaz de coger el toro por los cuernos y enfrentarse a una dicotomía de tal calado.

Entiendo a Pablo Iglesias exhibiendo toreo de salón de escuela burda al asegurar que Podemos es la mejor garantía para salvaguardar la unidad de España. Y, a continuación, pide que los catalanes refrenden con su voto exclusivo, ejercido con todas las garantías legales y políticas, si desean seguir vinculados a España o mandarla al carajo, reduciéndola en poco tiempo a un Reino de Taifas que provocaría carcajadas mundiales. Pues, ¿quién podría rehusar después a Baleares, Valencia, Galicia y otras su “derecho a decidir”…? Nadie. Como a nadie puede sorprender ese posicionamiento de un hijo bastardo de Kropotkin (bastardo a la inversa, puesto que es él quien no reconoce al icono anarco como su padre ideológico) que cada día pinta más blanca su patita para engañar a los incautos, y que ahora se proclama “socialdemócrata”. Por suerte, lo reciente de su irrupción en la vida pública hace fácil acudir a la hemeroteca y restaurar sus verdaderos pensamientos sobre lo que significan un Estado moderno, una sociedad avanzada, una Constitución aplastantemente consensuada como la nuestra, y una Europa a mejorar. A mejorar, repito. No, o a destruir para sustituirla por las paridas que ha ido fabricando, hasta rematarlas recientemente con su brillante discurso de adiós al Parlamento europeo.

Entiendo, asimismo, la posición de Izquierda Unida, expresada por Alberto Garzón a Mariano Rajoy. Es tres cuartos la misma de Podemos, pero en aburrido. Sonrío siempre al recordar una de las intervenciones más ocurrentes de Felipe González en Las Cortes durante un debate sobre el Estado de la Nación. Al llegarle el turno de responder a un Julio Anguita que predicaba la misma “España nueva” que Garzón, improvisó una mueca de perplejidad y soltó algo así como: “La verdad es que no sé qué decir al señor Anguita, porque cuando habla siempre tengo la impresión de que es de otro planeta”. Hubo risas abundantes, aunque también cabreos. Pues ahí siguen.

Agradezco, como español de a pie, la actitud mostrada siempre por Albert Rivera. Cuando digo siempre me remito hasta a la que supo mantener en el difícil escenario del Parlament, en Barcelona. Este joven político podrá gustar o no (el espectacular crecimiento de C´s denota que cada nuevo día complace a más españoles), pero su coherencia y firmeza están fuera de toda duda. Tanto que, por la derecha, empuja a un Rajoy repetitivo en sus clichés sobre la unidad de España, pero escasamente firme todavía en la explicación de su defensa. Y, por la izquierda, achucha a un Pedro Sánchez que ve cómo un interminable chorreo de votantes socialistas amaga con trasvasar hacia C´s su intención de voto, desengañados de un individuo instalado en el retruécano frente a las tarascadas desleales del PSC. Y preguntándose con frecuencia si no se equivocaron al nombrarlo secretario general del PSOE en vez de insistir para que una sólida Susana Díaz asumiera esa responsabilidad.

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