420 bragas en la playa, unas blancas y otras rojas. No es una oferta tentadora para un próximo periodo de rebajas, no se las arrojan al ruedo a un torero mediático, ni es la nueva campaña de una cadena textil especializada en ropa interior.

Es el aspecto que presenta estos días la playa de Copacabana de Río de Janeiro para mostrar al mundo una realidad que esconde un drama que cuesta asimilar: en Brasil, cada 72 horas violan a 420 mujeres.

Parece el guión de una película de terror adolescente, pero es la pura realidad. Alrededor de esta alfombra de bragas aparecen clavadas en la arena grandes fotos de rostros de mujer a las que una mano pintada de color rojo les tapa la boca o les cubre parte de la cara. Es la performance realizada por Marcio Freitas para la protesta organizada por la ONG Río da Paz con la intención de denunciar la situación y luchar contra los abusos sexuales a las mujeres.

Es una lacra normalmente silenciosa, que avanza sin hacer ruido, huyendo de la publicidad y que solo aflora a la superficie global cuando suceden casos como el de la joven brasileña violada por más de 30 hombres en Río de Janeiro, y consiguen sacudir la conciencia del mundo. Pero por experiencia sabemos que esas sacudidas nacen con fecha de caducidad y siempre resulta demasiado temprana. Sin embargo, la realidad sigue estando ahí, latiendo bajo la piel, golpeando y avergonzando al género humano.

En los últimos tiempos, los grandes dramas relacionados con la mujer tienen nombre de ciudad o de país: Ciudad Juárez, Brasil, India, Afganistán… Cuesta entender que en pleno siglo XXI, la mitad del género humano, como lo definía Concepción Arenal, siga sintiéndose amenazada por la otra mitad. Simone De Beauvoir decía que “el papel de los hombres y de las mujeres no está determinado de forma absoluta en todas las civilizaciones, hay grandes cambios», pero hay ciertas cosas y especialmente ciertos comportamientos que parecen no cambiar.

“Un hombre que lee, o que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos, escapa incluso a lo humano”. Lo escribió Marguerite Yourcenar , una de las más grandes escritoras de todos los tiempo que supo plasmar la realidad del ser humano, profundizar en su pensamiento y su condición, y que después de escribir una obra maestra como Memorias de Adriano, se ganó el derecho a decir lo que le viniera en gana y como creyera conveniente. Otra grande, Coco Chanel, lo expresó de otra forma, siguiendo sus propios patrones, pero con idéntico fondo: “No es la apariencia, es la esencia. No es el dinero, es la educación. No es la ropa, es la clase”. El propio William Faulkner consideraba que “vivir en cualquier parte del mundo hoy y estar contra la igualdad por motivo de raza o de color – y añadiremos el género­– es como vivir en Alaska y estar contra la nieve”.

Han sido muchos los que han expresado ese pensamiento que hoy por hoy pertenece a la categoría de las verdades absolutas. Parece sencillo de entender y realmente lo es, excepto para ciertas personas a quienes les resulta complicado aceptar el concepto de igualdad y tienen la habilidad de mostrárselo al mundo para nuestra vergüenza. Y como la razón no les acompañará jamás, recurren a la violencia, que como bien apuntó Isaac Asimov “es el último recurso del incompetente”. Y ya sabemos que de cantera de incompetentes andamos sobrados.

Por eso hay que mostrarlo al mundo, sembrando de bragas blancas y rojas la playa de Copacabana, haciendo películas, escribiendo libros… Es necesario visibilizar el drama y ponerlo en palabras, negro sobre blanco. Pero el verdadero drama, no los flecos absurdos a los que algunas asociaciones, guiadas por intereses que nada tienen que ver con la realidad, se aferran y, en vista de lo que realmente pasa en el mundo, resultan ridículos y no ayudan en nada. Decía María Zambrano que todo extremismo destruye lo que afirma. Estos últimos días lo hemos podido ver estos fuegos de artificios.

A juzgar por su reacción, que va desde el más estrambótico de los ruidos hasta el más absoluto de los silencios, a algunas asociaciones feministas (no a las feministas, sino a algunas organizaciones que se califican como tal) parece indignarles más cuando una mujer con pecho desorbitado anuncia un bocata campestre en la campaña publicitaria de una cadena alimenticia que cuando se produce una agresión física o verbal a según qué mujer.

El mismo día que se esperaba que estas asociaciones levantaran la voz para condenar la brutal agresión, física y verbal, a dos mujeres en Barcelona por parte de 5 hombres por estar a favor de poder ver los partidos de la selección española en la Eurocopa, algunas estaban más preocupadas en denunciar el comentario más o menos oportuno de un exjugador del Barcelona que, tras felicitar a la reciente ganadora del Roland Garros, GarbiñeMuguruza, por la proeza conseguida, añadió quetenía unas piernas bonitas.

Los ruidos interesados esconden silencios que parecen demasiado ómplices. Quizá sea el momento de recordar lo que dijo, entre metáforas bélicas,  Henry Kissinger: nadie ganará nunca la Guerra de los Géneros porque existe demasiada fraternización con el enemigo “. Intentemos encontrar la paz sin organizar más guerras. La victoria será más sencilla.

Imagen | Reuters

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