La Constitución Española, como la inmensa mayoría de las europeas, otorga a los partidos políticos derechos y obligaciones en el ámbito de la representación política, tanto que los convierte en administradores casi únicos de la misma. Sin embargo, las obligaciones se reducen en el texto constitucional a una exigencia genérica: la de ser democráticos en sus usos internos, pero esta definición ha carecido siempre de desarrollo normativo.

De esa ausencia se ha derivado que, en la práctica, cada partido haya hecho de su capa el sayo que le ha convenido en cada momento, con un efecto perverso añadido consistente en que aquel partido que se ha atrevido a avanzar mecanismos de participación, de elección y de revocación que redujeran el nivel de cooptación, ha mostrado flancos y debilidades que en nada lo han beneficiado, al menos desde el punto de vista electoral. Por otro lado, considerar que la participación política en el seno de los partidos se reduce a sus formas electorales internas es una ingenuidad. La participación debiera ser más amplia y más viva que el hecho de votar, aunque esto último sea relevante e imprescindible en una democracia.

Centrar las discusiones en cuestiones electorales internas es una forma más de endogamia. La endogamia, el seguidismo mediático, los mensajes y discursos sometidos al ámbito de la publicidad reducen la política, empobreciéndola y sustituyendo la imprescindible acción colectiva por las campañas publicitarias.

La conjunción entre la palabra y la acción, matrimonio del que nace toda política que pueda llamarse tal, no puede abandonarse sin provocar efectos nocivos sobre la vitalidad de la política. No trato de negar la utilidad que puedan tener, como instrumentos, los medios, las encuestas de opinión y la publicidad, tan sólo trato de mostrar que son eso: instrumentos al servicio de la política, pero ésta no puede navegar sin rumbo propio, sometida a los vientos cambiantes de la opinión efímera y trivial ni reducir su discurso a eslóganes e imágenes.

La política no se defiende, se denigra, con algunos abusos que a fuerza de repetirse han acabado por engrosar un saco donde encerrar todo tipo de maldades. Mentir, faltar a la palabra dada, traicionar a propios y extraños, coaccionar… en fin, corromperse, son acciones moralmente condenables que son tomadas como lo que son en cualquier ámbito de la vida: felonías. En cualquier ámbito menos, al parecer, en el de la política. Allí son cargadas en un recipiente que lleva el título de “cosas de la política”, obteniendo así, si no el perdón, al menos la disculpa. Una piadosa justificación injustificable según la cual en la política los códigos morales tienen agujeros, fugas… son un auténtico saco roto para uso de desalmados.            

De todos los males que la simplificación ha introducido en la vida social no es el menor el autodenominado “neo-liberalismo”, expresión de un pensamiento, más que único, uniforme, tenaz, pelma: el “rollo que no cesa”. Sus sostenedores, sicarios intelectuales del poder económico, tienen como exclusivo argumento el marxista (de Groucho). Reclaman incesantemente “más madera”, es decir, más mercado. Para estos pesadísimos ideólogos no hay conflicto, injusticia, desastre o aspiración social que no encuentren solución y apaño en una mayor desregulación, en la mano, tan sabia como invisible, del mercado. Su música es la monótona y aburrida de Bartolo, “que tocaba la flauta con un agujero solo”. Debemos comprometernos a combatir esta plaga con la única combinación de venenos que pueden ser eficaces: la complejidad y el humor.

Y hablando de músicas perversas, tampoco está mal la de “La verbena de la Paloma” cuando don Hilarión se arranca cantando “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, al que, de inmediato, se une el coro con la misma monserga. La Red y, en general, las tecnologías de comunicación y otros recientes avances han vuelto a poner de moda el papanatismo modernista de quienes, con la boca abierta, creen que la ciencia y sus aplicaciones son la panacea que curará todos nuestros males.

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